En junio del 2012, Christie’s adjudicó por 2,6 millones el cuadro más caro de la historia pintado por un niño, al menos de los vendidos en público. Ese crío es Pablo Ruiz Picasso y lo realizó en A Coruña en 1895. El chaval, de 13 años, retrató a Modesto Castilla, hijo natural de su mecenas Ramón Pérez Costales. Pero no lo hizo con una mirada convencional, sino que lo caracterizó como si fuese un habitante del Rif. ‘Retrato de Modesto Castilla vestido de moro’ —que así de irreverente, para los tiempos que corren, es el título de la obra— es uno de los primeros exponentes de la querencia del artista malagueño por el disfraz, ya sea para caracterizar a sus modelos, como es el caso, o para hacerlo él mismo, como en la foto de Irving Penn que nos ocupa. Antes de entrar a diseccionarla, precisemos que el primer gran Carnaval que disfrutó Picasso fue el de A Coruña, con multitudinarios bailes de máscaras en el Circo de Artesanos o en el Teatro Principal (hoy Rosalía).
La foto en cuestión ocupa un lugar preferencial en la nueva exposición de la Fundación Marta Ortega Pérez, y es lógico que así sea porque se trata de uno de los retratos más icónicos realizados por Penn en su carrera y también de los más simbólicos protagonizados por el mayor artista del siglo XX. La cartela nos informa que fue tomada en 1957 en La Californie, la villa en Cannes de Picasso.
Fotógrafos como Edward Quinn o David Douglas Duncan han retratado al pintor andaluz disfrazado en series muy famosas. En el caso de Irving Penn alguien podría decir que no está caracterizado, pero no tendría razón: Picasso posa orgulloso como español. Por cierto, lo hizo durante solo diez minutos, que son los que concedió al fotógrafo estadounidense para tomar esa imagen y otras del estilo.
La clave de la caracterización está en su atuendo. En el sombrero y en la capa. El primero es un regalo del pintor jienense Rafael Zabaleta. Cuando fue a visitar a Picasso, este le regaló cuatro piezas, lo que habla de su generosidad. A posteriori, Zabaleta correspondió con un sombrero cordobés, que es el que el autor de ‘Guernica’ luce en el retrato de Irving Penn.
Más historia tiene la capa. La que luce es la primera de las dos que tuvo de la Casa Seseña, marca madrileña que aún hoy la tiene a la venta en su catálogo bautizada como ‘Capa Pablo’ (no puede ser Picasso por una cuestión de derechos de autor). El que le regaló la primera fue el torero Luis Miguel Dominguín, también ligado a A Coruña porque fue en la derribada plaza herculina donde tomó la alternativa. Fue en el año 1955, y es por ello que sabemos que es la que luce en la imagen de Penn.
La otra fue un obsequio de su última mujer y musa, Jacqueline Roque, que contó con la ayuda del barbero del pintor, Eugenio Arias, que hoy da nombre a un museo picassiano en Buitrago de Lozoya (Madrid) donde están reunidas las muchas obras que le regaló el artista malagueño. El padre de Arias la compró personalmente en Casa Seseña y se la hizo llegar a su hijo de una forma peculiar: la prenda viajó como equipaje en el avión que trasladó al Real Madrid a un partido europeo en Niza. Fue posible gracias al futbolista Santamaría, uno de aquellos jugadores del Madrid de Di Stéfano que ese año, 1960, conquistó su quinta Copa de Europa.
Trece años después, en abril de 1973, Picasso murió. Con el consentimiento de Jacqueline, Arias lo envolvió en esa capa. Y así fue enterrado en el castillo de Vauvenargues. Es seguro que no fue deseo expreso del artista, puesto que este jamás hablaba de la señora de la guadaña. El fallecimiento por culpa de la difteria de su hermana Conchita en A Coruña en 1895 lo dejó traumatizado y la muerte pasó a ser un tema tabú hasta su último aliento, hasta el punto que falleció sin testar. Hoy, más de medio siglo después, si el pintor fuese exhumado, lo primero que aparecería sería la capa de Seseña. La segunda. De la primera, la de la foto de Penn, nada se sabe.
Por tanto, hay un sombrero y hay una capa. Y después está el ojo, ese con el que el minotauro Picasso nos mira como un cíclope desde 1957. Escribió Rafael Alberti sobre su amigo Pablo: “El ojo de la cerradura por el que se ve la pintura”. Ese ojo al que nos asoma Penn en su magistral retrato.