Mahatma Gandhi, uno de los más admirados líderes espirituales y políticos del siglo veinte, promulgó con todas sus fuerzas que la no violencia podía ser el arma más potente del mundo… algo que, por cierto, parece ciencia ficción en la etapa en que vivimos.
Este abogado indio repetía frecuentemente que mucha gente especialmente ignorante castigaba a aquellos que no lo eran tanto por decir la verdad, por ser correctos o, simplemente, por ser la mejor versión de sí mismos al no permitir convertirse en borregos dominados por el pensamiento de la ideología dominante.
Y es que siempre ha habido, hay y habrá personas adelantadas a su tiempo o poseedoras de un pensamiento más elevado que la mayoría…, pero jamás debieron, deben, ni deberán disculparse por ello. Si uno sabe que está en lo cierto debe pelear pacíficamente por ello con las armas que cada cual tenga.
Desde el ámbito cultural, al humanista o al político, es necesario que hable la razón, porque aunque simplemente sea uno mismo el que crea en ese ideal, la verdad sigue siendo la verdad. Y esta no precisa de peleas porque acaba imponiéndose por sí misma bajo los planteamientos justos y adecuados.
Así que hoy animo a todos los que me leen a ser fieles a sus principios, a escuchar a los demás sin tratar de manipularlos o dominarlos, a seguir sus caminos aunque nadie más les siga a ellos y a ser leales consigo mismos.
Con independencia de si esta práctica nos puede causar más de un disgusto o hacer que nos sintamos incomprendidos y solos en más de una ocasión, es necesario defender aquello en lo que creemos. Por supuesto y siempre y cuando, la implantación de esta creencia no haga daño a nadie y pueda contribuir a que ciertos colectivos mejoren sus derechos.
El vivir en una burbuja de cristal, ajeno a los problemas del mundo, sin dar un paso más
allá en el pensamiento por miedo, pasotismo o herencia y, siendo testigos de cómo otras personas sufren sin ponernos realmente en sus tristes pieles por miedo a que las nuestras se contaminen, solamente nos llevará irremediablemente a vivir una vida a medias.
Una existencia que habrá servido para poco más que para procrear y disfrutar de alguna que otra comodidad, pero que pasará sin pena ni gloria para los que aquí se quedan y, sobre todo, para los que están por venir.
Haciendo alusión al título de una de las cintas dirigidas por Agustín Díaz Yanes, abocados inexorablemente a que nadie hable de nosotros cuando hayamos muerto.