La crisis de Ucrania ha provocado una solidaridad europea como no se había visto nunca. Incluso ha fortalecido la unidad geoestratégica de Europa que estaba bajo mínimos y puede contribuir a un nuevo resurgimiento del europeísmo. También ha sacado lo mejor de muchos de nosotros: cadenas para llevar alimentos, medicinas y ropa a los hombres, mujeres y niños que resisten el asedio ruso; taxistas que no han dudado en poner sus coches para recorrer mil doscientos kilómetros con víveres y aprovechar el viaje de vuelta para traer a refugiados; familias que han ofrecido sus casas para acoger a las víctimas de Putin; colectas; ayuntamientos que se han volcado ofreciendo espacios y recolectando materias de primera necesidad; Colegios de Abogados que han ofrecido apoyo jurídico a los refugiados; alguna manifestación que ha puesto de manifiesto algunas notables ausencias... Hasta el Gobierno ha acelerado su ayuda, poniendo a disposición de los refugiados medios materiales y económicos y su disposición inmediata para darles el estatuto de refugiado y facilitarles sanidad, empleo, vivienda, colegio para los niños, y papeles también a los que ya estaban en España antes de la guerra.
Aquí y allí están Cáritas y otras ONG, generosas siempre en la ayuda a los vulnerados. Allí están sacerdotes y monjas que nunca se van de los sitios en conflicto. Allí está un puñado grande de periodistas contando el brutal ataque ruso contra la población ucraniana. Con un enorme riesgo personal porque en una guerra la vida no vale nada. Sin sus crónicas, sin sus imágenes, no sabríamos el horror que ha desencadenado la soberbia y la ambición, la locura de Putin. Eso que ignoran muchos ciudadanos rusos a los que el régimen autocrático de Putin les esconde la información, les miente y utiliza las ‘fake news’ como otra arma de guerra.
Bien por las empresas que han cerrado sus puertas en Moscú, por los bancos que han cerrado el grifo que mantiene a los oligarcas que apoyan a Putin. Bravo por todos los que han hecho algo para paliar la terrible violencia contra un pueblo inocente, luchador, emprendedor, que quiere vivir en libertad. Todo lo que se haga por ellos es justo y necesario.
Sólo un pensamiento. ¿Si no fueran europeos, si no viéramos cerca la amenaza, si no fueran como nosotros, reaccionaríamos igual? Somos, sin duda, un pueblo de acogida, de mestizaje. Somos, lo hemos sido siempre, un pueblo de emigrantes. Por razones políticas y por necesidad, por hambre. Pero cuando fue la guerra de Siria o de Libia, dejamos que se las apañaran ellos. Cuando las fuerzas militares dejaron Afganistán, abandonamos a su suerte a millones de mujeres, niños y hombres que hoy viven bajo un régimen fanático sin libertad y sin futuro. Pagamos sumas ingentes a Grecia y a Turquía para que mantengan en la frontera de Europa a millones de refugiados en campos inhóspitos. Pagamos a Marruecos para lo mismo y luego aceptamos su chantaje permanente. Dificultamos hasta el límite la concesión del asilo y la residencia a refugiados que están aquí. Dejamos a la intemperie a los menas cuando cumplen 18 años. Ponemos vallas en la frontera de Melilla para que no entren los “moros” y cuando lo hacen, no nos importa que los devuelvan sin cumplir la ley y sin darles la oportunidad de pedir asilo o les tratamos, también, con una violencia innecesaria y contraria a los derechos humanos que profesa Europa. Pocas veces, pero no debería pasar nunca. Es evidente que no tratamos a todos por igual y que nuestra solidaridad y nuestra generosidad está trufada por el racismo, la xenofobia y la distancia. Deberíamos aprenderlo.