Todos vivimos eternamente en nuestra infancia. Y los que nacimos con las primeras televisiones en blanco y negro tenemos grabados a fuego en la mente nuestros primeros programas y sus sintonías. Aquellas tardes de pan con Nocilla y madre dándole a la máquina de coser, con la radionovela “Simplemente María”, “La casa del reloj” y “Los Chiripitifláuticos” (de ahí salió el nombre de Valentina Negro, por cierto).
Por la noche “Los protectores” y “Los hombres de Harrelson”. Más adelante, La Pantera Rosa, Starsky y Hutch y Vacaciones en el Mar. Y sobre todo, el mejor detective de la historia de la televisión (con el permiso de Endeavour): Colombo. Cada capítulo de Colombo es una obra de arte. En principio se concibió como una especie de telefilme único, pero el éxito del primer capítulo, dirigido de forma magistral por Steven Spielberbg, lo cambió todo. La trama es muy simple y efectiva: dos escritores que escriben a cuatro manos (me suena de algo) se separan. Y ahí empieza el drama, que no voy a desvelar.
Está claro que hay un crimen, por eso aparece ese señor algo despeinado, desastroso, despistado, que conduce un Peugeot 403 descapotable con la matrícula colgando y lleva en verano o en invierno, en Londres o en el desierto, una gabardina de color beige que es marca de la casa. El Teniente Colombo, con el estrabismo de Peter Falk que lo hacía parecer todavía más ingenuo, es en realidad un águila, un superdotado del análisis del alma humana, un detective capaz de desentrañar el crimen más complejo con su capacidad de ver detrás de cualquier engaño. Por la serie desfilan actores famosos que siempre son los asesinos y matan de la forma más retorcida e inesperada posible. Pero Colombo siempre vuelve, en realidad nunca se va, amaga, se toca el pelo, habla de su mujer, enciende su puro y suelta su famoso “Solo una cosa más” y ahí ya sabes que el sabueso ha mordido hasta el hueso y la estrella invitada no podrá salir indemne del capítulo, por muy inteligente que haya sido su forma de matar.
Pepe da Rosa habló de cuatro detectives en su canción. Todos eran adictivos. Pero ninguno quedó en la mente de aquella cría que escuchaba a Elena Francis con incredulidad como Colombo.
El más grande.