Conversaciones poderosas

Me había prometido ponerme a escribir temprano, este precioso día de otoño de viento y lluvias, en mi rincón de escritura –ese del que tantas veces os hablo–, entre sorbo y sorbo de Earl Grey y entre mordisco y mordisco dulce-salado de las galletitas escocesas. Me había prometido ponerme a escribir temprano y se esfumó la tarde enredada en informes, llamadas pendientes y alguna que otra lectura.


Me asomo a la ventana, ya es de noche y la lluvia sigue mojando las calles y calando vidas ajenas. Busco inspiración en historias invisibles, la solución, sin embargo, siempre está dentro, jugando al escondite entre mis murmullos y mis silencios.


¿Hablar? ¿Callar? A veces me pregunto qué es lo que nos impulsa a charlar, a intercambiar palabras con los demás. No me refiero solo al tipo de conversaciones cotidianas con amistades, familia o equipo, sino a esos diálogos inesperados, profundas o absurdamente simples, que parecen brotar de la nada y, que sin querer, nos van transformando.


Las conversaciones, incluso las más triviales, esconden una magia que muchas veces subestimamos. Mandamos más mensajes que nunca pero quizás conversamos menos que antes, como si las palabras se diluyesen entre emoticonos, “gifs” y acrónimos varios.


Por suerte, soy de las que disfruta de momentos de tertulia entre amigas, donde de la cena supuestamente más lúdica y festiva surgen temas tan profundos como la muerte y nuestras experiencias con ella. La despedida de un bebé que se fue sin expresar su primer llanto, de una hermana que dijo adiós arropada por el abrazo de Amma y sus mantras, de un padre viajero que redactó al detalle la bitácora de su última aventura.


Encuentros que se tornan citas anuales de “consejeras” y “con-sortes”, donde jugamos a descubrirnos en las facetas más personales, a quitar una capa más a nuestra “cebolla” profesional y desvelar lo que de verdad nos importa, nos hace vibrar o lo que no está en nuestro currículum y es una parte esencial de quienes somos.


Conversaciones más íntimas, de corta distancia, de espacios tranquilos, silencios habitados y palabras envolventes.


Recuerdo también diálogos inesperados con desconocidos. Palabras espontáneas que conducen a lugares insospechados y conexiones improbables. Compartires sin expectativas, sin miedo a juicios, ni limitaciones.


Ese es el verdadero poder de las conversaciones: en la capacidad que tienen de hacernos sentir acompañados. Entre verbo y verbo, vamos desnudando pequeñas partes de nosotros mismos, conectamos y nos reconocemos en el otro. No importa si hablamos de la muerte, de nuestros sueños, del tiempo o de lo más cotidiano, en el acto mismo de compartir, algo cambia dentro de nosotros. Conversaciones que se impregnan de tiempo y vulnerabilidad, dos “animales” que parecen en peligro de extinción. Tiempo sin prisas de habla y escucha, vulnerabilidad como ese permiso para desvelar nuestro lado más genuino.


En el acto de hablar, de escuchar, de conectar, nos vamos deshaciendo de pesos invisibles. Por eso, después de una buena conversación, nos sentimos ligeros, como si algo dentro de nosotros hubiera sido resuelto. Quizás hablamos más para entendernos que para ser entendidos.


Como dice Anthony Robbins: “La forma en la que nos comunicamos con los demás y con nosotros mismos, determina la calidad de nuestras vidas”.

Conversaciones poderosas

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