Cuando aún no éramos viejos

Hubo un tiempo en el que lo teníamos todo y no lo sabíamos. En nuestra ingenuidad, vivíamos preocupados por lo banal sin ser demasiado conscientes de todo aquello de lo que podíamos disfrutar antes de que una maldita pandemia nos conquistase. Y, tras resistirnos con uñas y dientes a ser colonizados, finalmente logramos vencerla. Pero esta dejó a su paso una huella imborrable y sibilina en el alma de casi todas las personas cabales. Nos enseñó a coquetear con la muerte, a ver en primera línea de fuego que todo tenía fecha de caducidad, a pensar en lo grato que hay dentro de lo pequeño, a mirar hacia delante procurando no mirar atrás, a tirar sin saber muy bien hacia dónde, ni porqué, ni para qué.


De pronto, la vida nos hizo viejos y nos demostró que solamente duraba hasta que decidía dar paso a la muerte. Con la llegada del bicho, de la noche a la mañana todo cambió y, con su marcha, nos dimos cuenta de que nos engañábamos con falsas promesas de recuperación. Porque durante la guerra nos sostuvimos pensando en la llegada de la paz por medio de un débil hilo de esperanza que nos animaba a perseverar en aquella idea…, pero cuando llegó la extraña normalidad, ya era tarde porque éramos nosotros los que habíamos cambiado.


Nos hicimos diferentes, ni mejores ni peores, pero sí mayores. Por primera vez fuimos realmente conscientes de nuestra fragilidad y, la costumbre de vivir entre cuatro paredes y de relacionarnos con otras tantas personas, nos llevó a ver aquello como normal. Y envejecimos, no solamente en el tiempo, sino y sobre todo, en el alma. La generación que ha tenido que sufrir esto desde una perspectiva de madurez, tardará años en olvidar, en acostumbrarse a volver a ser lo que fue y en no dar entrada a lo anormal para tratar de convertirlo en normal. La guerra ha sido cruel y nos ha robado años de vida a todos o, al menos, de la vida que teníamos el gusto de conocer y no lo sabíamos.


Los mayores se han hecho ancianos. Sus ilusiones se han reducido casi tanto como su movilidad y el deseo de hacer más, de vivir más a fondo. Sin pretenderlo, parece que muchos se han situado en una primera línea de fuego sin ejercer resistencia ni ser conscientes de que la muerte no llega por orden; mientas que los de mediana edad sienten temor a que algo así pueda volver a suceder peinando canas prematuramente y canalizando todas sus esperanzas en unos hijos jóvenes a los que se les han robado cosas importantes, pero que muy posiblemente tendrán largas vida por delante para recuperarse y olvidar.


Y, ante este panorama, solo existen dos escenarios posibles: dejarse llevar o intentar volver al comienzo de la obra perdida. Yo, únicamente contemplo el segundo de los dos, porque la vida es demasiado corta para pasarla esperando la muerte…, es decir, volver a empezar dejando atrás la gran depresión que viene tras una guerra que se precie, reinventarme y continuar como si nada hubiera pasado y tratando de comerme la vida-mientras esta se deje-, a mordiscos.


Pero es necesario que cada uno de ustedes haga lo propio, que luche otra vez por cambiar las malas costumbres adquiridas durante la pandemia, por abrir su mundo a más personas, por seguir queriendo hacer más cosas cada vez, por acompañar a los que no logran remontar y-sobre todo- por ir sembrando esperanza y por no dejarse arrastrar por los atisbos de un miedo que un día nos dominó, ni por tapar las heridas sin curarlas realmente. Entre todos podemos lograr que, más pronto que tarde, la vida vuelva a ser lo que fue, pero con gente mejor.


*Begoña Peñamaría es diseñadora y escritora

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