Cada intervención del presidente de Ucrania es un grito desesperado de dolor, de impotencia. Es una constante llamada a la ayuda de los países que, con todas sus dificultades, todavía vivimos en nuestra zona de confort, en la burbuja de seguridad y certidumbre propias de las democracias.
Los gritos desesperados de Zelenski nos interpelan todos los días. Es verdad que España en concreto y Europa en general se está volcando en la solidaridad. El envío de comida, medicamentos, convoyes para rescatar a los huidos y armas para que los ucranianos se defiendan de la paranoia cruel de Putin, es una evidencia con la que nuestras conciencias quieren tranquilizarse.
Afirman los expertos que las cosas no están saliendo como Moscú esperaba, que todo les esta resultando más difícil de lo que esperaban y siendo esto cierto, a nadie se le escapa que Putin no tiene límites. Si falla el combustible, lanza morteros y ademas parece no tener prisa. Son también los expertos los que alertan de que si bien el ejército ruso se está encontrando con más dificultades de las esperadas, Putin todavía no ha empleado todos los recursos bélicos que tiene en su mano. Y lo más importante: la convicción general tanto de las autoridades españolas como europeas es que no va a parar, que no se va a rendir y que de ninguna de las maneras, la diplomacia va a dar los frutos por todos deseados. Borrell, cuyos discursos estremecen, tiene claro, al igual que el secretario general de la OTAN que de ninguna de las maneras, se va a producir apoyo militar a Ucrania, más allá del envío de armas para que sean los ucranianos quienes las empuñen, para que sean ellos los que mueran.
Más allá de lo que establezca el manual de la OTAN, Borrell no esconde el temor que puede explicar algunas cosas: hay que evitar una tercera guerra mundial porque sería una guerra atómica. El panorama es aterrador.
Aún así y sin olvidar circunstancia alguna, creo que es lícito plantearse un dilema moral, ese dilema que nos hace preguntarnos si debemos tener tanto miedo, si podemos continuar mucho tiempo viendo cómo la población ucraniana cae masacrada mientras llega nuestra solidaridad, que si bien alivia mucho sufrimiento, no para a Putin. Si Ucrania no se rinde, el tampoco.
Alabo la prudencia para evitar males mayores pero no resuelve mi particular dilema y no lo resuelve porque si negar la buena fe de quienes toman las decisiones finales, sospecho que detrás de esta prudencia hay miedo. Miedo a recibir féretros, miedo al sufrimiento, al dolor. Miedo, en definitiva, a Putin. El sabe que Europa le teme y esta certeza es por sí misma un triunfo.
No concluyan que abogo por el envío de tropas a Ucrania. Me dan miedo los féretros, el dolor, el sufrimiento. No quiero más guerra. Ocurre que cuando veo a cadáveres de ciudadanos ucranianos en las carreteras, familias destrozadas, niños ateridos de frío, y a una orquesta improvisada en la plaza de Maidan en Kiev, me asalta la duda de si estamos haciendo todo lo que podemos. Todo lo que debemos. Este y no otro es mi dilema moral.