La natalidad en España está bajo mínimos desde hace treinta años y se ha hundido aún más en 2021, con la cifra más baja de nacimientos desde 1941, en plena posguerra. Ese es el dato si lo miramos de forma optimista, porque, según los expertos, el número actual de bebés es propia del siglo XVIII. Y seguiremos disminuyendo la tasa de natalidad, una de las más bajas de Europa, porque no hay una política que defienda y proteja a la familia, a las mujeres y a las parejas que quieren tener hijos. La precariedad en el empleo, los bajos salarios, la vivienda inaccesible, el desigual reparto de las tareas en el hogar, la falta de conciliación real, pese a algunos avances legales positivos, hacen que cada vez las mujeres sean madres más tarde, lo que entraña mayores riesgos, y que cada generación de españoles sea un 40 por ciento menos numerosa que las anteriores. Ni siquiera la inmigración parece que nos pueda salvar de ese invierno demográfico que nos acecha. Si solo hablamos de españoles autóctonos, desde 2013 se ha producido un millón más de muertes que de nacimientos y en siete de cada diez hogares españoles no hay un niño.
Es indudable que hay muchas mujeres que quieren, pero no pueden tener hijos. Tener un hijo significa renunciar a muchas cosas y es también una importante carga económica. Pero España está a la cola de los países de la OCDE en el porcentaje del PIB destinado a incentivos y ayudas a las familias, la mitad, por ejemplo de lo que aportan países como Francia o Suecia. ¿Pero es solo un problema económico el que nos está llevando al suicidio demográfico? Pienso que no, que también es cultural y que, en muchas ocasiones, es una imposición de políticas culturales hiperideologizadas. Se ha aprobado una necesaria ley de bienestar animal, que responde a la obligación que tenemos de cuidar a nuestros animales y de castigar a quienes les hacen daño. Pero solo en Madrid hay tantos perros como niños, 282.315, cinco mil más que antes de la pandemia, y para ellos hay peluquerías, centros de autolavado, boutiques, manicuras y hasta guarderías, sin hablar de duelos, entierros y legados hereditarios. Un negocio creciente y de coste elevado que ha proliferado después del COVID. Muchos consideran mucho más grave matar a un lobo, a un chimpancé o a un delfín que a un niño no nacido.
Y, por el otro extremo, los datos tampoco son buenos. El coronavirus se ha llevado a decenas de miles de españoles --seguimos sin saber la cifra real--, pero en lo que llevamos de 2022 la cifra de mortalidad de nuestros mayores sigue disparada. Aunque parece que nos hemos olvidado del COVID, la realidad es que sigue matando a un ritmo de 60 personas diarias, 1.800 al mes, más de 20.000 al año. Pero los últimos datos del INE señalan que la mortalidad crece por encima de un 4,5 por ciento sobre períodos anteriores y no solo por el virus. Afecta sobre todo a los mayores de 70 años y a las mujeres. Según los expertos, no es solo el COVID, pero no se atreven todavía a decir qué hay detrás. Y en algunas regiones como Cantabria, la mortalidad se ha disparado hasta un 23 por ciento, cuatro veces la cifra nacional. Normalizamos la eutanasia, pero seguimos sin una imprescindible ley de cuidados paliativos y sin medidas eficientes de apoyo a los mayores. La España sin niños, la España vieja, la España vacía nos conducen al suicidio demográfico. Este es otro gran asunto de Estado que los políticos, de un signo y de otro, ignoran. La gran poeta gaditana Ana Rossetti se cuestionaba estos días “qué somos si no damos, si no recibimos, si no agradecemos”. Hay que empezar por los más pequeños, por los más mayores y por las familias.