Saborear la vida

Escribo estas líneas con la maleta en la puerta, ansiosa cual cachorrillo deseando salir a la calle. Ansias de viaje, cambio de aires y volver a conectar con paisajes de la infancia. Cuando salga la columna estaré por las tierras donostiarras que me vieron nacer y de las que os contaré en breve. Viajar, saborear la vida.


He diseñado las vacaciones de este año con pinceladas de pequeñas escapadas, fechas sueltas, espacios de desconexión suficientes para cargar pilas y disfrutar con familia y amistades.


Inicio este periplo veraniego viajando al sur, al sur del norte, de nuestro norte, a tierras de Rías Baixas. Una visita a las Bodegas Martín Códax con el Club de Consejeras Nordés. En esos encuentros nunca faltan las risas, las buenas conversaciones y el intercambio de aprendizajes.  Esta vez añadimos un componente más lúdico, es verano, Burgáns nos recibe con 28º y el equipo de la bodega con un aperitivo, un “mosto de uva 100% albariño parcialmente fermentado” – prohibido llamarle cava gallego, espumoso o lo que se nos ocurra a pesar de esa delicada aguja-. Empieza el viaje de los sentidos.


Nos adentramos en la bodega, descubrimos el origen y el proceso, el porqué del nombre de los vinos, las cantigas escondidas en el corcho de cada botella y en las etiquetas. Los mostos, reposando en la cubas metálicas, transformándose poco a poco en vinos. De los vinos conmueve el olfato, el gusto y el alma. Pero uno no puede amar el vino y quedarse en la bodega. Fuera, los tonos verdes, de tierras y emparrados, tejas y granito de viviendas, al fondo, los azules del mar y sus bateas. La tierra, el paisaje, el lugar en el que se origina la alquimia que después bebemos en copa. 


El vino, elixir divino que ha acompañado a la humanidad a lo largo de los siglos, no es solo una bebida; es una experiencia, un viaje a través de los sentidos al que nos guía Javier Paadin, sumiller de la casa.  Una cata es un ritual que va más allá del simple acto de beber. Vista, olfato, gusto. Todo es posible dentro de una copa.


Observamos los amarillos pajizos de los vinos más jóvenes y algo más intensos en los más maduros. Recuerdos de los paisajes gallegos en primavera cuando las “leiras” se llenan de fardos, promesa de alimento para el ganado en invierno. 


Acercamos las copas, primera inhalación sin movimiento, se despliega el olor de las uvas, no hay que rebuscar más en ese primer impacto, pero permitimos que se abra el aroma y llegan las evocaciones del salitre atlántico y tras él las memorias personales de cada participante.


El sentido del gusto es, sin duda, el clímax de la experiencia. En boca, el vino viaja por la lengua, el paladar, la garganta. Descubrimos que la acidez es frescura, que cada sorbo es vibrante o más cálido según el vino que degustamos, su tiempo en botella. También hay tacto, mayor ligereza o untuosidad, coquillas rápidas o caricias lentas. 


Y claro que hay sonidos, el del vino vertiéndose en las copas, el tintineo del cristal y, por supuest,  nuestras risas y comentarios. 


En la sencillez de cada sorbo de vino se esconde la grandeza de una tradición y la profundidad de una cultura. Y es que, en cada cata, no solo se degustan sabores, sino también historias y emociones.


Como decía Federico Fellini “Un buen vino es como una buena película: dura un instante y te deja en la boca un sabor a gloria; es nuevo en cada sorbo y, como ocurre con las películas, nace y renace en cada saboreador.”
 

Saborear la vida

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