Me quedo hablando solo cuando Donald Trump arremete en sede judicial contra el juez Merchán o el fiscal Brugg y no pasa nada. En España sería “desacato”. Una rareza más en el esperpento. El caso del expresidente de EE.UU. empapelado como presunto delincuente da para hacer una tesis sobre el sistema judicial norteamericano. Pero no da en absoluto para entender cómo es posible que la ordinariez y el matonismo pueden mejorar en las encuestas la facturación electoral de un chulo de barrio que aspira a repetir en la Casa Blanca haciéndose la víctima.
El martes tuvo que comparecer ante un juez de Manhattan para responder por los 34 supuestos delitos detectados por el fiscal Bragg. Se declaró inocente y no reconoció ningún otro crimen que el de “defender a la nación”. Tal cual. El próximo día 25 de abril le espera una nueva imputación por agresión sexual a la escritora Jean Carroll. Y aún tiene pendiente otra media docena de causas.
Hay de todo. Como las cerezas, que tiras de una y caen tres o cuatro más. Desde la lascivia de un viejo verde millonetis al soborno para la compra de silencios. Un volquete de malas prácticas que se desprende de la lectura de los cargos: delitos electorales, incitación a subvertir el orden institucional, falsificación de documentos, apropiación indebida de secretos de Estado, obstrucción a la justicia, agresiones sexuales, etc.
Piensen por un momento cómo se vería un caso similar en relación con un dirigente político español. Digámoslo pronto: lo que aquí llamaríamos “pena de banquillo” (o “pena de telediario”) en EE.UU. viene a ser como una campaña de imagen donde lo estrictamente mediático se convierte en lo estrictamente político. Nadie ignora la importancia de “lo que parece”, como conveniente complemento de “lo que se hace” desde un cargo político. Pero sólo hasta cierto punto. Por eso llama la atención que los analistas coinciden en que la repercusión mediática del paso de Trump por los tribunales para responder a los cargos formulados por el fiscal dispara la popularidad del expresidente. Hasta el punto de colocarlo en posición ventajosa para ganar las primarias del Partido Republicano como aspirante a la Casa Blanca.
Por todo lo dicho, me sale al paso el brillo de una luz que alumbra el camino de la racionalidad en medio del esperpento. Es la de Karl Rove, que ejerció de consejero político durante el mandato de Bush. Hace unos días cuestionaba la creencia general de que la imputación de Trump le va a favorecer en las primarias republicanas. Y escribía: “Pagar dinero a estrellas del porno para que se callen no es un tema ganador”.