Una vez más, miles de personas acudieron a su cita con la noche mágica. En total, unos 160.000 personas que abarrotaron los arenales y las calles aledañas. El día amaneció gris, y lo siguió siendo durante toda la jornada, pero las hogueras ofrecieron toda la nota de color que se necesitaba. El público sabía que tenía hasta la seis de la madrugada para disfrutar en la arena, pero no había prisa. No fue hasta que cayó el sol cuando el dorado de las llamas comenzó a brotar aquí y allá en la playa. Al poco tiempo, toda la bahía del Orzán brillaba con la luz dorada de las hogueras. Cuando estallaron los fuegos artificiales, se hizo oficial: había comenzado la noche mágica.
La espera había sido larga y había amanecido un día neblinoso que ponía en tela de juicio los pronósticos meteorológicos que prometían tiempo seco para la noche más corta del año. Pero nadie se desanimó: todo el mundo había hecho acopio de provisiones. Sobre todo los hosteleros: Gonzalo Castro, concejal de Cultura y Turismo, señaló que San Juan es la fiesta más importante para este sector. “Más incluso que la Nochevieja”. En cada plaza o calle secundaria se habían instalado las parrillas, y el olor a humo flotaba por toda la ciudad, incitando al antojo de sardinas y churrasco. Había algo en ese olor, esa vuelta al fuego al aire libre, que convertía en un campamento a toda la ciudad y que contribuía a esa sensación ancestral que provoca San Juan.
No obstante, puede decirse que pasadas las 18.00 horas estaba todo el pescado vendido, especialmente el que iba directo a las brasas: las sardinas, el churrasco, la cerveza y la sangría corrieron como la pólvora desde primera hora en los alrededores de la playa. Lo del precio es una cuestión de oferta, demanda y situación. Y es que una sardina a pie de playa en plena de noche de San Juan es un pequeño lujo a la altura de tomarse un capuccino frente al Coliseo romano.
La ración de carne y la de pescado superaron en más de un establecimiento los diez euros. En el mercado había superado con holgura los diez euros por kilo. No empezó a distinguirse el fuego de las hogueras hasta que la luz del día, jamás la de un ausente sol, se hizo cada vez más tenue.
Mientras que los que habían decidido disfrutar de la fiesta en los barrios se apostaban en las terrazas (había permiso para más de 400 hogueras), los que querían celebrar San Juan frente al océano se hallaban en la playa desde el sábado, donde habían parcelado su terreno como si estuvieran dispuestos a quedarse allí para siempre. La lluvia había caído durante la noche anterior, empapando a todos menos a los previsores que habían acudido a dormir con tiendas de campaña. Al día siguiente, con el dispositivo de seguridad activado, la Policía Local recorrió los arenales obligando a que se retiraran las tiendas de campana para evitar incidentes. Así transcurrió el resto del día.
Casi tan difícil como encontrar un lugar para plantar la hoguera resultó el acceso a los arenales para aquellos que llegaban de fuera de la ciudad, a pesar de las advertencias de las autoridades y del servicio de autobuses lanzadera. Muchos despistados confiaron en que los accesos se mantuvieran abiertos a media tarde, con lo que al dar la vuelta en la calle de Manuel Murguía se generó un pequeño caos.
Tampoco el reparto de madera comenzó hasta pasadas las 19.00 horas, lo que provocó que muchos optasen por ahogar la espera en consolas, cartas y alcohol. De nuevo la Coraza del Orzán marcó una especie de frontera trasatlántica: Riazor habla con acento latino y en el Orzán se entremezclan el de la Costa da Morte, el ‘koruño’ y diversas maneras de entender el inglés en clave Erasmus.
También a las siete de la tarde comenzó la Policía Local el corte de tráfico del Paseo Marítimo, la multitud comenzó a invadir la calzada. La alcaldesa, Inés Rey, y la subdelegada del Gobierno, María Rivas, escogieron ese momento para visitar el Puesto de Mando Avanzado, situado en la Coraza, para comprobar que todo estaba a punto. Allí, la Policía probaba los drones que sobrevolarían el paisaje de las hogueras en busca de cualquier problema y doce cámaras de alta resolución que observaban la playa sin parpadear. “O dispositivo está formado por máis de 650 personas”, recordó la regidora.
A las diez se prohibió el baño, de manera que aquellos que estaban disfrutando de las ondas volvieron al mar pero las cámaras térmicas controlaban que nadie se acercara a darse otro chapuzó aprovechando la oscuridad. Ya no era el momento del agua, sino del fuego, que comenzaba a crepitar y se encendía como los mismos ánimos de la gente, que estaba dispuesta a disfrutar de todo: de la noche, de la arena, del fuego, de la bebida, de la comida, de la música, de la compañía de conocidos y de ajenos.
A medida que se acercaba la medianoche, ya no cabía ni un alfiler en los alrededores de Riazor, que estaba lleno de espectadores que querían contemplar la falla arder. Para muchos, era el pistoletazo de salida y no querían encender su hoguera hasta el último momento. Otros ya lo habían hecho, y saltaban alegremente de uno y otro lado, repitiendo la ancestral costumbre. A Coruña se exorcizaba a sí misma y se renovaba por las llamas y el humo para volver a nacer al día siguiente. Aunque sea con resaca.