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Trazar un círculo no es sencillo. Es la figura perfecta. La representación, en narrativa, de esa historia que encierra todas sus complejidades en un gesto de un solo trazo. A Fernando Meirelles le tiembla el pulso y por eso a su círculo se le notan las vacilaciones en el contorno. Su película coral pertenece a esa estirpe de filmes que se quedan a medio camino de todo. Se nos plantean muchos personajes con potencial aunque algo arquetípicos –un exrecluso por agresión sexual, un hombre que busca a su hija desaparecida, una scort de lujo eslava, un matrimonio modelo en crisis de identidad, una joven desengañada o un guardaespaldas de mafioso con conciencia– y luego apenas se les concede espacio para desarrollar su historia.
Tal vez el error fuera de base, porque Meirelles pretende trazar su círculo haciendo avanzar cada bloque de historias con escasa conexión entre sí, en vez de elegir o bien un crescendo narrativo y en paralelo o bien una férrea estructura episódica (las Nueve vidas de Rodrigo García). En lo estético, Meirelles sigue indeciso, y a veces rueda con un hieratismo teatral de plano fijo y a veces se desliza por una puesta en escena desenfadada con un acompañamiento sonoro propio de una comedia ligera francesa.
Al espectador le quedan, como tantas otras veces, los actores, el jugo que sean capaces de sacarle al texto. Y en eso se lleva la palma Anthony Hopkins, que con sobriedad absoluta defiende un monólogo tan hondo como simple que es capaz de desnudar la esencia de la vida sin alzar el tono en grandes grandilocuencias. Meirelles entiende el momento y se limita a dejar que la cámara y Hopkins se entiendan sin intermediarios. De los demás, destellos. Como de este realizador brasileño que no consigue encontrar el pulso de esa gran película que fue Ciudad de Dios.

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