Los alumbrados de las ciudades provocan curiosidad. La gente se lanza a la calle buscando, quizás, un rato de una normalidad que no existe. El virus se la ha llevado por delante. Sin embargo ese rato en el que miles de ciudadanos contemplan las luces es posible que logren un cierto y pasajero olvido de la situación que estamos viviendo.
Que vivimos todos y cada uno de nosotros. Cuando las luces se apagan ocurre como en los teatros: cada cual a su camerino, se limpian la cara del maquillaje y se vuelve a la realidad.
Y la realidad es que estamos casi en vísperas de la Navidad, esas fiestas siempre entrañable, emotivas y en las que casi siempre falta alguien que te gustaría tener cerca. Este año las mesas van a ser más pequeñas y las ausencias serán dolorosas. A muchos les falta ese ser querido que murió en soledad por el Covid, no pocos estarán pendientes de una llamada del hospital, muchos enfermos miraran las paredes de su habitación recordando lo que fue y muchos, muchísimos , las pasaran en soledad pero no por el Covid sino porque siempre han estado solos. No hay que olvidar a aquellos que las vivirán gracias a la ayuda de parroquias y bancos de alimentos, que pasaran frio porque no tienen posibilidades de una vivienda en condiciones.
Así se podría hacer una larga lista de situaciones que deberían dar vergüenza a aquellos que lloriquean porque estas Navidades no van a ser como las de siempre. El drama, para muchos, es que no podrán reunirse veinte personas o bajar alegremente o acudir a cotillones en los que es obligatorio divertirse.
Me pregunto qué más tiene que ocurrir para abandonar determinados lamentos. Me pregunto que dirán, que pensarán los que realmente están sufriendo cuando ven la preocupación por cómo pasar la Navidad y escuchan el debate sobre allegados y familiares.
Estoy segura que es difícil tomar decisiones, sobre todo si estas implican sacrificio pero es lo que hay que hacer. Las autonomías, todas, deben dejarse de pruritos competenciales, de soluciones imaginativas y ponerse todos a una para que haya disciplina que nunca es gratuita porque , en este caso, solo la disciplina evitará más muertes.
El planteamiento que se ha hecho dejando que familiares y allegados viajen de una comunidad a otra es dejar la puerta abierta a la movilidad más absoluta y sabemos que la movilidad es el aliado preferido del virus. Personalmente voy a echar en falta al hijo que tengo lejos, a mis hermanos, a mis sobrinos, a mis amigos* claro que les voy a echar en falta pero no lloriqueo porque más importante que los sentimientos personales es el saber que están, que están ahí y como todos queremos seguir estando , mejor cada cual en su casa.
En democracia es muy complicado el ordeno y mando pero si no somos responsables, si lloriqueamos, si no tenemos presentes a los que más sufren y han sufrido y ser solidarios con tanto dolor, en las actuales circunstancias, será lo que nos merecemos: órdenes taxativas y de obligado cumplimiento. Los allegados y familiares pueden esperar.