Allá por los primeros años de la apertura democrática proliferaron como hongos los partidos políticos, hasta el punto, por ejemplo, de que en las primeras elecciones (junio 1977) se presentaron nada menos que 83 candidaturas. Sólo trece consiguieron escaño. No obstante, durante algún tiempo ello no desanimó a nuevos aspirantes. Hasta que el bipartidismo se impuso pronto. Se trataba de pequeñas formaciones políticas, cuyos militantes bien podían caber –se decía jocosamente- en un taxi.
Es lo que me temo esté sucediendo con Ciudadanos ante la para muchos desconcertante política de su presidente Inés Arrimadas, entregada, incluso sin necesidad aritmética, al Gobierno de Sánchez/Iglesias: que se está quedando sin gente. Es lo peor que le puede pasar a un partido: perder las señas de identidad y dejar de ser reconocible.
Con sólo diez escaños en su haber y como quinta fuerza política resulta comprensible que intente mantener un cierto protagonismo. Pero el problema surge cuando se hacen malabarismos sobre un alambre tan fino que con facilidad se puede pasar de querer ser un agente útil para el interés general a convertirse en el llamado tonto útil.
Con motivo de la negociación de los Presupuestos generales del Estado es lo que la opinión pública ha estado visualizando estos días. De ahí, el creciente malestar en el seno del partido y el goteo de bajas que se está produciendo incluso a alto nivel.
Tal vez la tormenta interna producida indujo a última hora a Arrimadas a tensar un poco más la cuerda en su negociación con el Gobierno, recomponer líneas rojas y poner nuevas condiciones a su eventual apoyo final a las cuentas públicas: el mantenimiento del castellano como lengua vehicular en las comunidades bilingües –una de las banderas fundacionales de Ciudadanos- y el compromiso de que no habrá referéndum de autodeterminación en Cataluña.
La dirigente ¨naranja¨ ha parecido buscar con ello una salida airosa para cuando, por irremediable coherencia, haya de negar en la votación postrera el voto afirmativo de su formación política a los presupuestos, por muchas cositas pequeñas que diga haber logrado en la negociación. El hecho es que cada vez encuentra más dificultades para justificar su apoyo a un Gobierno que miente a destajo, pacta con el separatismo y el filoterrorismo, castiga el castellano, aspira a controlar el poder judicial, promueve una abrasiva ley de educación y maniobra para vigilar a la prensa.
En un Ejecutivo de coalición a todo socio menor le resulta complicado no perder protagonismo. Pero mucho más lo es para un partido bisagra. Sólo una conjunción de circunstancias políticas muy especiales puede mantenerlos a flote durante algún tiempo.
Son, por tanto, partidos frágiles y líderes llamados a desaparecer. Ahí tenemos como precedentes la UCD/CDS del post suarismo, la UPyD de Rosa Díez y al propio Albert Rivera. No muy lejos –me parece– anda Inés Arrimadas de sumarse a la lista.