Sin pena ni gloria –política, social y mediática– está pasando por el Congreso de los diputados la conocida como ley Celaá o LOMLOE; esto es, el proyecto de ley orgánica por el que se modifica –a peor- la ley de Educación o LOE que en 2006 alumbró el primer Gobierno de Rodríguez Zapatero. Y lo hace en medio de una sorprendente general indiferencia, aunque la enmienda de PSOE, Podemos y Rufián sobre la eliminación del castellano como lengua vehicular ha despertado un poco la atención.
Nunca una reforma educativa –y con esta irían ocho– había pasado tan desapercibida como la presente. Gobierno de coalición y socios están haciendo lo posible para que así sea: forzando plazos, pactando enmiendas en ese zoco oscuro o mercado persa en que se ha convertido Moncloa y, en especial, prescindiendo de la participación de la comunidad educativa como nunca también hasta el momento se había hecho.
Todas las reformas que en estos años hemos vivido se han desarrollado en medio de un intenso debate público entre dos concepciones de la educación: más intervencionista y restrictiva por parte de la izquierda, y más abierta a la pluralidad según las tesis de la derecha. Ésta, no.
El caso es que el sector de la educación concertada –que en nuestro país escolariza a uno de cada cuatro alumnos- ha dicho “basta”. Saldrá a la calle a lo largo de este mes de noviembre bajo el lema “más plurales, más libres, más iguales” y bajo el paraguas de la constituida “Plataforma Concertados”, que agrupa a las asociaciones de padres, patronales y sindicatos más representativos de la red.
Sus promotores entienden que la LOMLOE en ciernes es fuertemente intervencionista, promueve la restricción de derechos y libertades ciudadanas y atenta contra la pluralidad de nuestro sistema educativo, que es clave en una sociedad democrática. Se trata de una norma –añaden- que conduce hacia el dominio sistémico del Estado, dotando a las Administraciones con facultades cada vez más amplias en detrimento de las familias como primeras educadoras de los hijos.
Entre otros aspectos, destacan la reforma permitirá reducir significativamente la elección educativa por los padres; inventa un derecho a la educación pública, cuando el recogido por la Constitución es el derecho a la educación; la enfrenta al modelo de educación concertada, ampliamente implantada en Europa; rompe la complementariedad de redes recogida en la ley fundamental; devalúa la enseñanza de la asignatura de Religión en la escuela aplicando un laicismo impropio, y pone en duda la supervivencia de los centros de educación especial.
Sólo desde esta perspectiva, mejor resumen de los funestos efectos de la ley Celaá no se podía hacer. Por eso piden protección y la continuidad de la pluralidad de nuestro sistema educativo actual. Se trata, en definitiva, de una mala ley: por el momento elegido para su tramitación, por las formas de hacerlo y, sobre todo, como bien se ha apuntado, por su contenido.