Un joven coruñés, de 24 años, es agredido por un grupo de jóvenes también, al salir de un local de fiesta. La violencia empleada contra él es tan brutal y tan vesánica, le siguen golpeando con saña homicida cuando yace inconsciente en el suelo, que el resultado es de muerte. El origen de la agresión, no es para nada una pelea, son siete contra uno, parece estar en una discusión por un asunto relacionado con una videollamada con un móvil. La policía lo está investigando y tiene ya identificados y detenidos a los implicados de una u otra forma en el suceso.
Pues bien, la discusión estalla en ese campo de apedreamiento y escupitajo colectivo en que se han convertidos las redes. Un sector señala como causa de lo acaecido la supuesta tendencia sexual de la víctima y lanza una campaña tremenda contra la homofobia. La acusación va elevando el grito y el tiro y se acaba por acusar hasta ¡al alcalde de Madrid! (no es broma) por ser una especie de inductor intelectual del crimen por no haber colocado la bandera LGTBI –es ilegal hacerlo y se suplió por impresiones lumínicas en su fachada y Cibeles– en el balcón del ayuntamiento. El estruendo es enorme y entra a saco en él, buscando el arrimo a su sardina, toda la pléyade ministerial, activista y entregada en alma y cuerpo a la agitación comunicacional de esta cuestión.
Y la feroz trifulca, ya convertida en argumentario ideológico y sectario, deja de lado el hecho terrible de la muerte del joven a causa de una violencia desatada, gratuita y atroz por parte de gente de pareja edad, generación y que acaba de compartir espacio y fiesta con él. Eso ya ni importa. Lo que “importa” no es su muerte atroz y la aún más estremecedora rabia asesina y gratuita de sus agresores sino que ello tenga que ver o no con una conducta sexual.
Por ningún lado aparece el hecho y la tragedia en su elemento esencial. ¿Qué ha sucedido en nuestra sociedad para que algo así suceda y que sea incluso algo habitual?. Nadie parece ni siquiera querer mirar al verdadero meollo, la terrorífica deriva de la degradación de nuestra sociedad, que asoma además con inusitada virulencia en las generaciones, y que supone una involución, un despeñadero hacia la peor regresión y a la perdida de los valores esenciales de convivencia. Se respira en la calle y atufa la noche. Cada vez más evidente y exhibido ya con alarde de seña de comportamiento e identidad.
Hubo algo y es, aunque, desde la casa a la escuela, se haya tirado al cubo de los desperdicios, que se llamaba EDUCACIÓN. La esencial, la que se pierde a chorros y se degrada cada dia y a cada instante en el espejo putrefacto de los medios masivos de comunicación social. Esa Educación que no es saber comer con cinco tenedores, sino simple, sencillamente, esencialmente respetar a los demás. Esa educación cívica, que es la piedra angular para poder exigir el respeto hacia ti. Esa educación que debe ir impresa casi a la condición humana en un estadio de normal evolución que es la base de la civilización, otra palabra despreciada, la que sustenta y constituye la ley esencial de la convivencia humana en libertad y paz, el respeto a los demás, la asunción de que derecho, deber y libertad van íntimamente unidos, que no puede separarse nunca y que acaban donde comienza el del otro.