Samuel tenía poco más de veinte años cuando la muerte acudió a visitarlo. Sibilina, traicionera y por la espalda; se ensañó con él a manos de un grupo de lobos humanos, de esos que deambulan e interactúan con todos nosotros vestidos con piel de cordero.
Era un chico delicado con los demás, no en vano, había elegido el noble oficio de ayudar a los que pudieran necesitarlo por medio de su vínculo con la rama sanitaria. Posiblemente esa delicadeza lo llevaba también a ser más sensible, en todos los aspectos, de lo que es habitual. Pero esa no es la cuestión a tratar. Ni este joven es una bandera ni su fallecimiento debe utilizado como símbolo.
Este chico, que un día fue un niño con inquietudes y gustos similares a los de los jóvenes de su edad que decidieron poner fin a su vida en una calle cualquiera de una noche cualquiera; acabó literalmente roto en una acera tras recibir golpes y patadas por parte de un nutrido grupo de congéneres femeninos y masculinos.
Unos por otros y, como si de pedir la oreja de un toro se tratase, fueron subiendo en intensidad y frecuencia la violencia para, posiblemente, sentir esa torpe adrenalina del efímero poder que debe traer consigo abusar de un indefenso bajo un estúpido pretexto.
Y es que hay gente tan necesitada de guerra, tan ávida de mostrar al mundo una supremacía de la que en el fondo sienten que carecen; que aprovechan cualquier excusa regada con drogas y alcohol, para dañar a un semejante del que reniegan por miedo a parecerse demasiado.
Lo que le hicieron a Samuel no tiene nombre. No me gusta vivir en una ciudad con especímenes sueltos de ese tipo y, doy muchas gracias a Dios, de no haber pasado por delante aquella noche, ya que como defensora de pleitos pobres no hubiera dejado de meterme en la jauría y, a buen seguro, habría muerto con él.
Desde estas líneas pido para sus asesinos cárcel hasta el resto de sus días. Si lo mataron por causas relacionadas con la homofobia o si lo hicieron porque sintieron sed de sangre, me trae sin cuidado. Eligieron a la presa más fácil que se cruzó en su camino. Eso es lo único que importa. Eso y que reciban el mismo daño que tuvieron a bien propinar a Samuel, todos y cada uno de sus días. Si no es de forma física, al menos sí de forma emocional, que ya se sabe que vivir entre culpas, penas y señalamientos es como estar muerto en vida.
Adiós, Samuel, adiós. Por algún perverso motivo te arrebataron de aquí por la fuerza. Solo, sin defensa, a patadas y puñetazos hasta que dejaste de respirar. Todos contra uno, pero no uno contra todos. Te dejaste hacer como se dejan hacer aquellos que saben que no hay salida y que la suerte no suele salir en su ayuda.
Lo siento mucho es poco para expresar el sentimiento de rabia que, sin conocerte, me invade. Decirte que estoy avergonzada de ser persona, es poco para tratar de transmitirte un consuelo que, a buen seguro, ya habrás encontrado.
Me gustaría ser aire o quizás un animal, para no tener nada en común con tus asesinos, para no ser equiparables en ningún aspecto, pero no puedo. Lo único que puedo hacer es rogarles a los padres que eduquen a sus crías humanas en el respeto, la tolerancia y la ayuda al prójimo, mientras que a ti, desearte que tengas un buen viaje.