En mi opinión, el mundo está lleno de locos domesticados para ser cuerdos, de cuerdos entrenados concienzudamente para volverse locos, de dementes sin solución y de un puñado de seres cabales.
Nacemos y nos enseñan a ser personas. Buenas o malas ya es otra cuestión. Eso es algo que depende en gran medida de la familia en la que tengamos la suerte de caer. He ahí la primera verdadera lotería que nos toca nada más ver la luz.
Unos señores disfrazados de padres a los que hasta ese momento no hemos tenido el gusto de conocer, se erigirán a sí mismos jefes del estado de una dictadura de la que, sin comerlo ni beberlo, seremos obra y parte. Y, a partir de ahí, comienza la historia personal de cada cual.
Tal y cómo decía Serrat en la canción de “Esos locos bajitos”, se empeñarán en dirigir nuestras vidas y, en la mayoría de los casos, dará igual cual es nuestra vocación. También heredaremos sus rabias, manías, conflictos y religión. Según la suerte que tengamos con nuestros progenitores, gozaremos de cierta apertura o de un hermetismo total. En cualquier caso, los descendientes aparentemente más dóciles o cabales tratarán de contentar a sus padres-aun estando en desacuerdo con ellos-, sin darse cuenta de que en la mayoría de los casos el pan para hoy suele ser hambre para mañana. Mientras, los hijos aparentemente menos cabales o más revolucionarios, se enfrentarán una y otra vez a la jerarquía que los gobierna, sin importarles el sinfín de conflictos y consecuencias en los que van a verse inmersos durante una buena parte de sus vidas.
Sin embargo y en mi opinión, quizás los verdaderos locos sean aquellos que se entregan de lleno a los mandatos de unos padres que nadie ha capacitado previamente para serlo, con el único fin de evitar problemas. Porque reprimir lo que uno quiere y siente nos empuja inexorablemente a la antesala de una insatisfacción personal que, en el fondo, oprime nuestra propia esencia y nos convierte en una especia de cuerdos de atar. Todos deberíamos hacer auto examen antes de traer a un hijo al mundo, pero lo principal es estar preparado para moldear con cariño y para permitir ser moldeados por ellos. Porque, tras inculcar a los niños unos principios y unos valores que suelen tener todas las personas de bien, hay que entender las diferencias generacionales y algunas de las personales, como una fuente de enriquecimiento de la que no deberíamos dejar de beber.
Nadie está en posesión de la verdad absoluta y ser padre no significa ser sabio, sino que hay que intentar ir haciéndose sabio para ellos. Al mismo tiempo que crecen, nosotros debemos adaptarnos modificando muchos de nuestros comportamientos y algunas de las creencias heredadas.
Tenemos que entender que no hay nada más importante para un padre que la felicidad de un hijo y que esta llega cuando les damos las herramientas necesarias para ser ellos mismos sin prejuicios ni complejos y con mucho amor. Porque el amor es la base de la familia y este debe estar fundamentado en el respeto al individuo y en una educación sólida, pero dispuesta a ser tolerante. Trabajando desde unos hogares que se preocupen por evitar crear cuerdos de atar, personajes frustrados y resentidos por un excesivo sometimiento, que acaben pagando con otros su amargura a la primera oportunidad que la vida les brinde.
*Begoña Peñamaría es diseñadora y escritora