¿Qué hacer cuando la tortuga que le has regalado a los niños empieza a crecer al mismo tiempo que decrece el interés de las criaturas (humanas) en ella? Algunos optarán por métodos expeditivos y, seguramente con la nueva ley de protección animal, delictivos. Pero siempre hay alguna solución. Es es lo que debió de pensar aquel médico que, en 1996, decidió entregar su tortuga a los técnicos de mantenimiento de lo que en aquel entonces era el Hospital Militar para que la pusieran en aquel estanque.
Con permiso de los jabalíes de O Portiño o los conejos de la Torre, las tortugas que viven en el estanque exterior del Abente y Lago también se han hecho su hueco en el animalario de la ciudad. Pero, a diferencia de estos dos, ellas tienen permiso de residencia en este lugar desde hace casi cuarenta años.
Carlos Campos, que ahora lleva ya cuatro años jubilado, pasó casi 40 en el hospital. No como paciente, sino como trabajador del servicio de mantenimiento. “Hacíamos de todo: pintura, carpintería, electricidad, fontanería...”, recuerda. Lo que hiciera falta. Lo que no contaba es que en ese “lo que hiciera falta” vendría incluido el atender un estanque lleno de tortugas.
Entonces, había incluso dos pequeñas albercas: la que está en la puerta de acceso al centro y otra interior, en el patio central, que, tras la reforma, quedó eliminada. En aquel momento, los peces estaban en el interior y a las tortugas les correspondió habitar en las aguas del exterior.
Actualmente son alrededor de una veintena pero llegaron a tener unas doscientas. La primera ingresó en el centro, como es habitual, gracias a un médico. “Creo que nos la trajo el doctor Durán –recuerda Campos– porque era muy grande, no cabía en casa y las niñas ya habían crecido”.
Quienes se preguntan cómo han aparecido en el estanque, Campos asegura que su origen es siempre el mismo: “Son todas donaciones”, tanto de personal como de pacientes que pasaron por allí. “Teníamos tantas aquí que hasta venían a pedírnoslas para llevarlas luego para casa y algunos montaban unos acuarios enormes”, explica. Y, algunos, las cogían sin pedir permiso.
Es el caso, por ejemplo, de las gaviotas, a las que les parecían un buen manjar merendarse a las tortugas del Abente y Lago. “Construimos un señuelo, usando los caparazones de las que se morían y rellenándolos con cemento para que no las llevaran; a la tercera vez que lo intentaban ya se rendían”, cuenta.
Aunque no sea de cemento, el caparazón de estos animales es bastante resistente. “A algunas les tiene pasado un coche por encima”, recuerda Campos. Y ahí siguieron unos cuantos años más sin demasiados achaques, salvo alguna mella en la coraza, una cicatriz para presumir de duras con las colegas de charca.
Las criaturas proceden de donaciones del personal y de enfermos y hay dos o tres especies diferentes
Sobre lo que comen estas criaturas, Carlos Campos asegura que tragan “de todo”. Ahora el menú es, la mayor parte de las veces, pienso pero antes vivían bastante mejor: “Les traíamos comida de la cocina: gambas, mejillones, pescado... Vivían como reinas”, explica quien fuera su cuidador durante todos estos años.
Estos animales, aunque puedan parecer algo fríos, también tienen su corazoncito y conocen perfectamente a la persona que se encarga de darles de comer. Quizás parezca que se trata de mero interés pero este trabajador confirma que, si es la misma persona todos los días, hasta “te comen de la mano”.
Que se lo pregunten si no a un niño que se llevó un buen mordisco al intentar acercarse a uno de los galápagos. El animalito creyó que el humano le traía comida y, ante la duda, le pegó un bocado al dedo aunque sin consecuencias demasiado graves. Ni para el crío ni para la tortuga.
El invierno no es la mejor época para acercarse a verlas, porque están más lentas que de costumbre. Pueden vivir tanto dentro como fuera del agua pero en los meses invernales es más fácil encontrarlas debajo de una piedra que campando a sus anchas por el estanque.
Como proceden de diferentes donaciones, en el acuario conviven dos o tres especies diferentes, según el momento. “Antes venía un biólogo por aquí y nos lo explicaba –recuerda el jubilado–, algunas tienen los ojos rojos y no ven porque son de una especie invasora”.
Las tortugas tienen fama de poder llegar a centenarias pero las de este estanque no son precisamente las más longevas. “De las que hay aquí, las mayores tendrán unos ocho o nueve años”, así que no queda ninguna de las veteranas que llegaron a finales de los años noventa.
Aunque pueda parecer una frivolidad, tener un estanque lleno de tortugas en la puerta del Abente y Lago ayuda a que la entrada al centro sea más relajada de lo que se hace habitualmente acceder a un centro médico. “Los chavales y la gente mayor siempre se paran a verlas, para ellos es una gozada –comenta Campos–, y te dan la sensación de no estar en un hospital”.