El ojo público | Cosas que hacer en un periódico cuando estás muerto

Decía un famoso fotógrafo que, si lees muchos libros, te tragas muchas películas, visitas muchos museos y te empapas de vida, en tan sólo una tarde, él podría enseñarte a hacer fotos. Bueno, la cosa no es tan simple en realidad, pero sin duda, los tiros van por ahí
El ojo público | Cosas que hacer en un periódico cuando estás muerto
Javier Alborés

Hace un par de décadas, cuando entrabas en un periódico aquello era un pandemónium.

 

Una demencial vorágine de gritos, teléfonos chirriando sin descolgar, corrillos varios tendiendo al cachondeo y a la discusión, y una perenne nube de tabaco que lo envolvía todo como si fuese un puré de guisantes.

 

A día de hoy las redacciones han perdido ese toque silvestre y se han transformado en algo mucho más aséptico y pacífico, el griterío, la confusión y el caos, han dado paso al sutil y melódico tableteo de los dedos sobre los teclados de los ordenadores perfectamente alineados. Todo se ha vuelto tan extrañamente civilizado que incluso hay compañeros que te llaman la atención si levantas la voz. Y ni que decir tiene que a nadie se le ocurre guardar una petaca de whisky en el cajón, y las mesas lucen limpias, ordenadas y no hay ni una mota de polvo o suciedad sobre su superficie y ni una silla está fuera de su lugar. 

 

El periodismo y el periodista se han domesticado. Y en cierta manera, todos los problemas que arrastra la profesión, se reflejan en ese comportamiento, en esa transición de lo salvaje a lo refinado, que va en contra de la naturaleza misma del oficio.

 

Pero supongo que esa es otra historia.

 

El caso es que años atrás, el periodista y el fotógrafo de prensa convivían íntimamente una simbiosis. Eso permitía que las cosas fluyesen con tanta precisión, que cuando había talento y se lograba que hubiese una conexión intelectual y profesional entre ambas partes del binomio, las noticias, nutridas por la compenetración, crecían y se enriquecían de tal manera que incluso las más anecdóticas, adquirían nuevos prismas.

 

Ese tándem se fue diluyendo con el tiempo, y ahora sólo se observa de manera residual, en algunos ámbitos del periodismo. El más claro es el existente entre el cámara de televisión y el redactor de alcachofa, que, entre entradillas surrealistas, procelosos viajes en coche, comidas apresuradas y aguaceros varios, crean un vínculo que suele durar toda una vida, incluso más allá de la vida profesional.

 

En los periódicos ese vínculo más que romperse, se ha estirado. Y aunque unidos por la conexión sumamente elástica de estar condenados a entenderse, hoy en día la convivencia entre el fotoperiodista y el redactor es cómicamente complicada.

 

Como la de un batería y un guitarrista en un grupo. Uno entendiendo la música a golpes y otro entendiendo la música como si la música sólo fuese él.

 

Por alguna extraña razón operativa, la plumilla se ha desprendido de manera progresiva de su innata condición de reportero, y desarrolla su actividad,una gran parte del tiempo, en la quietud de las aguas de la redacción o en la comodidad hogareña del teletrabajo, huyendo, de manera inconsciente, de su necesario nicho ecológico. Por otra parte el fotero, quejica, gruñón y eternamente cansado e insatisfecho por ir a retratar noticias que no están jamás a la altura a su legendaria capacidad, de vuelta ya de todo al mamar más calle que los barrenderos, se dedicará a protestar y a sacar de quicio un día sí y otro también al redactor de turno.

 

Y la paradoja está ahí. Porque en cierta medida, y aunque resulte raro, esa tensión y algunos otros detalles, hacen que el periodismo mantenga todavía ese punto caótico e imprescindible que logra que el motor se engrase. Añaden un punto lírico a una disciplina a la que siempre hay que exigirle más que un ligero punto artístico para que no desfallezca.

 

Al igual que una pluma no te hace poeta y un bisturí no te hace cirujano, un teléfono móvil no te hace periodista, y aún menos fotógrafo.

 

Una vez superadas modas y tendencias propias de la necesidad de supervivencia ante la irrupción de nuevas tecnologías, (tecnologías cuyos eslóganes reclaman interesadamente un periodismo ciudadano), las aguas retornarán a su cauce. Porque la comunicación trasciende mucho más allá de contar las cosas. Exige dar con esas cosas, tamizarlas, interpretarlas y desarrollarlas. 

 

Y finalmente plasmarlas con veracidad, y si se puede y se tiene eso, con elegancia.

Porque el buen periodismo, al igual que la buena fotografía, ha de ser el reflejo nítido de un concepto difuso.

 

Y no hay nada más difuso y enmarañado que lo cotidiano, que el desorden de la vida, que la crueldad de las batallas diarias. 

 

Así que seguiremos haciendo lo nuestro, aunque estemos muertos.

 

Probablemente, la noticia de nuestra muerte, ha sido un tanto exagerada.

El ojo público | Cosas que hacer en un periódico cuando estás muerto

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