A Robert May le sucedió lo mismo que a Flemming, pero sin tanta pompa. Cambió el mundo por casualidad, por puro azar, y la cosa resulta ser simpática, ya que Rober May es el padre de la teoría del caos. El paroxismo del azar.
Se podría definir como un científico autoconcluyente, porque él mismo fue la demostración empírica de su hipótesis.
Y es que el tipo estando dedicado al estudio en la naturaleza de dinámicas poblacionales de bicheríos varios, tuvo la ocurrencia de aplicar una función algebraica con el objetivo de poder predecir si el número de individuos de una especie animal aumentarían, se estabilizarían en su crecimiento o simplemente se extinguirían. Y al hacerlo observó algo insólito.
La ecuación que empleó al ser más simple que el pomo de una puerta, le permitió percatarse con asombro que, si uno de sus escasos parámetros excedía el valor numérico de 3,57, el resultado final era impredecible, inesperado y caótico. No daba crédito a los valores, y tras introducir datos una y otra vez tuvo que rendirse a la evidencia. Acababa de toparse con lo que popularmente llamamos “el efecto mariposa”. Dicha teoría afirma que una escasa variación, una ligera alteración o un pequeño detalle irrelevante a nuestra percepción o la de cualquiera, combinado con el resto de los parámetros que edifican un sistema, puede desatar el caos más colosal que podamos imaginar incluso al otro lado de este maltrecho planeta.
Y todo esto que resulta un poco abstracto, viene a cuento porque el determinismo, el control de las circunstancias, los patrones de funcionamiento y las certezas se desconchan como la pintura de un techo húmedo ante los imbatibles axiomas matemáticos de nuestro insigne semidesconocido Robert May.
Un mosquito, una lechuza o un señor con sombrero no tienen escrito su destino en ninguna parte. Para algunos eso resulta descorazonador. Para otros simplemente es la antesala del existencialismo desnaturalizador o del cachondeo epicúreo.
Pero frente a la terrible verdad algebraica entra en juego el negacionismo, la conspiranoia y todas sus simpáticas y catetas ramificaciones, cuyos desquiciados pilares se sustentan sobre la indiscutible presencia de poderes fácticos, de oligarquías opacas que desde las sombras manejan los hilos del más complejo y entrópico de los sistemas. Con ello, supuestamente, logran tener todo bajo control en pro de sus propios intereses.
En realidad, aceptar que las partículas elementales colisionan frívola y caprichosamente en la ampliación del campo de batalla que es la vida, puede ser aterrador. Y todas las corrientes negacionistas y conspiranoicas no son más que pánico al sinsentido. Terror a la suerte, a lo incontrolable y a lo insospechado. Todo resulta más sencillo si piensas que hay unos tipos muy siniestros dirigiendo todo, cuando la cruda realidad es que en este mundo a duras penas alguien posee una ligera idea de lo que está haciendo.
“Dios tiene un plan”, cantan los evangelistas desgañitándose. Tal vez Dios lo tenga, pero si lo tiene, probablemente sea el único. Y todo esto nos lleva a contemplar la fotografía que acompaña al texto y a dejarse llevar por la visión de ese momento en el que un avión rasga la tela del cielo del anochecer con su estela, atravesando esa luna inmensa y perfecta, (cortándola como una cuchilla corta al ojo), y uno sólo puede pensar en la belleza de las cosas cuando suceden por las razones que sean. No cae en el absurdo de concluir que hay unos chiflados lanzando virus o productos químicos sobre una incauta población con una luna de fondo como testigo a la que jamás llegó ningún hombre. En fin, poca disculpa hay cuando en las bibliotecas no se cobra entrada.
Aquel que ha leído, que ha vivido y que sabe, pensará que esa foto la realizó un fotoperiodista sobre los tejados de una ciudad que permanecía bajo llave durante aquellos duros tiempos de pandemia. Una urbe y un planeta entero confinados tal vez por el aleteo de un murciélago al otro lado del mundo. Concluirá que esa foto no habla de delirios, de argumentos pueriles o supercherías propias del medievo, simplemente expresa un anhelo de libertad, de radio de alcance, de cielos infinitos y lugares remotos.
Esa fotografía que dejó de ser una postal, una bonita imagen cuando se impregnó del contexto y se convirtió, se transformó en un documento que habla de lo que pasaron muchos, y que otros tantos no lograron pasar. Algunos afortunados viajaban en aquel avión mientras los demás permanecían atenazados por la incertidumbre en sus casas.
Y aquel avión sobrevoló los tejados en una hermosa trazada. Pasó sobre las cabezas de todos, y un tiempo después, también todo aquello pasó.
Y por lo visto, no salimos mejores. Salimos majaras.