El último episodio de la guerra entre los vecinos y los narcopisos se saldó esta semana cuando el traficante de la calle de la Sagrada Familia pidió disculpas en una carta publicada a través de las redes sociales. Es un final mucho más civilizado que el que se vivió en la calle Washington el cinco de febrero, cuando una masa enfurecida de vecinos llegó a derribar la puerta de la casa okupada donde se traficaba. Hartos de la aparente inacción de las autoridades, habían decidido tomarse la justicia por su mano. Lo irónico es que al día siguiente llegó la orden de desalojo que la Policía Nacional había estado esperando.
Fuentes policiales consultadas señalan este hecho como un ejemplo de que la aparente inactividad de las autoridades no es tal. “A menudo estamos trabajando un punto de venta de drogas durante semanas, y cuando los vecinos realizan estas protestas perjudican el trabajo policial”, se lamentan.
Ponen como ejemplo el caso de la panadería que se encuentra en una esquina de Francisco Catoira, en Os Mallos, que llevaba bastante tiempo bajo vigilancia cuando las quejas vecinales provocaron que se les presionara para desalojar. Pero no todo es malo: en general, los vecinos son los primeros en descubrir dónde se trafica en su barrio, y esa información se canaliza a través de las asociaciones vecinales, que están en contacto con la Policía Nacional a través de su sección de Participación Ciudadana.
Pero los agentes no pueden echar la puerta abajo sin más: primero es necesario montar un dispositivo de vigilancia, reunir pruebas que convenzan al juez de que allí se está traficando; si los agentes intervienen suficientes drogas a los sospechosos que entran y salen de un punto de venta, obtendrán una orden de entrada y registro. Pero se pueden tardar semanas o meses.
Por otro lado, no pueden desalojar a los traficantes si son okupas a menos que el dueño de la propiedad privada interponga una denuncia, dado que no se trata de un espacio público. Como muchos de estos inmuebles llevan abandonados años, a veces es difícil localizar a sus legítimos propietarios, y también puede resultar complicado convencerle de que inicie los trámites para expulsar a los okupas de una propiedad que poco le importa. Solo cuando existen planes para el edificio existe un motivo para expulsarles. Es lo que ocurrió con el inmueble de la avenida de Oza que acogía el restaurante Casa Saqués.
Sin embargo, ninguno de los dos métodos (el de la actuación policial y el de la presión vecinal) se ha mostrado muy eficaz a la hora de erradicar los puntos de venta de droga. Lo más que consiguen es que se reubiquen en otro punto, no muy lejos. La actual situación urbanística de A Coruña, en la que no faltan casas ruinosas ni bajos comerciales cerrados, les ofrece dónde escoger.
Los mismos individuos que fueron expulsados de la calle Washington acabaron en un bajo cercano, que es propiedad de uno de ellos. “De allí no se van a mover”, explica un oficial de la Policía Nacional preguntado al respecto. Y no es posible emplear una orden de desalojo. En el caso de la avenida de Oza, los jóvenes problemáticos se desplazaron hasta A Gaiteira. Y lo mismo ocurrió en el caso de la protesta frente a un bajo en O Ventorrillo, en marzo.
Pero el caso de la Sagrada Familia es insólito: es la primera vez que el traficante de drogas promete abandonar su actividad. Aunque en la carta publicada en las redes sociales reprocha a sus vecinos que se comporten “como cazadores de brujas”, reconoce que se equivocó y promete enmendarse: “Os doy mi palabra que ni una más”.
Los vecinos recuerdan que llevaban conviviendo con ese punto de venta de drogas desde hace cuatro años, pero la situación había empeorado últimamente, se metían en galerías cercanas para consumir, y molestaban a niños y mayores. De momento, parecen sentirse satisfechos con la respuesta del traficante, pero seguirán vigilantes: “Recordamos los 80 y no queremos revivirlo”.