No me fío de las personas a las que no les gusta el chocolate. No es que piense que los detractores del cacao son unos psicópatas, pero… bueno, casi.
La pasión por el chocolate ha estado históricamente ligada al amor, la sensualidad y la creatividad. Si has visto ‘Chocolat’, lo entenderás perfectamente. El chocolate es toda una declaración de principios. Cada bocado es una invitación al despertar de los sentidos, a la empatía más profunda hacia el otro, a la conexión más real y sincera, a la sintonía más intensa con tu propio ser.
No es el caldo, por mucho que sea gallego y antiguo, el que te conecta a tus raíces; el lazo que te une a la esencia ancestral de la humanidad está hecho de chocolate, no tengo ninguna duda. Quien lo evita está rechazando una experiencia sensorial que llama a la trascendencia. Y yo suelo desconfiar de las personas que ponen freno a la intensidad de sus sentimientos, de aquellos que no se mojan, si es necesario, hasta la médula. Admiro a la gente de verdad, la que se emociona, la que se permite un mal día, un mal año si es necesario, la que gesticula más allá de una blanca, perfecta, perenne y falsa sonrisa. Rechazar la imperfección de la vida y negarse a sentir sus amarguras y dulzuras es condenarse a un estado de anestesia emocional. La felicidad real no es inmutable, es, más bien, como el buen chocolate: dulce, con notas intensas que pueden llegar a ser amargas y siempre con personalidad.
Además, el chocolate está vinculado con la producción de serotonina. Como dijo la escritora alemana Úrsula Kohaupt, «el chocolate es la felicidad que se puede comer». Esto es una verdad científica, universal y absoluta. Y rechazar la felicidad es, cuando menos, cuestionable. ¿Se negarán también el café o un queso curado con un buen vino? ¿O irán más allá y se restringirán las risas espontáneas y los abrazos? ¿Tendrán que recurrir a químicos de uso recreativo para intentar llenar ese vacío interior?
Las personas que desprecian el cacao son las mismas que aseguran no entender por qué Bohemian Rhapsody es una obra maestra. Y es que el chocolate es una metáfora del goce sin culpa, un símbolo del placer sin justificación. Simboliza la autenticidad frente a las apariencias y la aceptación de los matices. Así que, sí, puede parecer exagerado, pero, seamos serios, hay que ser muy precavido con alguien que prefiere un brócoli hervido a una trufa de chocolate. Yo, desde luego, prefiero a la gente que se deja atravesar por la vida, que no se esconde detrás de discursos artificiales ni de perfecciones prefabricadas. Porque en un mundo lleno de simulaciones, la autenticidad se ha vuelto un lujo.
Y luego está el tema de la percepción de la realidad. Despreciar el chocolate es casi una declaración de guerra contra la razón. ¿Qué más estará alterado en su percepción del mundo? ¿Serán terraplanistas? ¿Creerán que el hombre no ha llegado a la luna, que nos han implantado un microchip con la vacuna del covid o que los aliens se pasean alegremente por la base militar de Torrejón de Ardoz? Todo empieza con una negación irracional y, antes de que te des cuenta, estás hablando con alguien que cree que Elvis sigue vivo y que Paul McCartney murió en 1966 y fue sustituido por un doble.
Estoy de acuerdo en que no se puede comer chocolate todos los días. No sería sano. Pero una cosa es querer limitar su consumo a unas cantidades razonables y otra, muy diferente, negar que el chocolate es la respuesta perfecta fuera cual fuera la pregunta. Así que me reafirmo en mi idea de no rodearme de personas capaces de darle la espalda a algo tan puro y esencial. Porque si el chocolate no es capaz de hacerlas sonreír, probablemente yo tampoco pueda. Ni quiera.