El Ojo Público | 400 ASA

Panero, el más chiflado de todos los hermanos, escribió unos versos inolvidables: “Te mataré mañana, cuando la luna salga, te mataré mañana y amaré tu fantasma”. Bueno, lo nuestro no es ni crear ni amar fantasmas. En ocasiones, es fotografiarlos
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Jorge Meis

La luz se va desplazando dramáticamente en ángulo agudo a medida que tomo la curva, iluminando primero la guantera y desarrollándose hacia el volante con un haz ardoroso. Mi brazo izquierdo se tuesta en la ventanilla y la brisa disimula, con su leve frescor, la sensación de quemazón. Gafas de sol graduadas que filtran espejismos a través de un parabrisas que parece tapizado por hordas de bichos muertos, arrasados por las prisas. 

 

Las canciones desplegándose como abanicos una tras otra en el transistor del coche y el trazado sinuoso y sugerente adentrándose y huyendo de pequeñas colinas verdes que me distraen y me irritan o me calman. Y las botellas de agua y los restos de comida en las butacas, en la tapicería y los teléfonos a punto para arrancarme la vida y los frenos que chirrían y los amortiguadores sin amortiguar y el embrague hirviendo como mi sangre

 

Durante el resto del tiempo que quede, durante el sendero de los días, el reloj jamás añade, resta, como un ábaco cruel y desinteresado, que pica la carne y tiñe los cabellos de blanco. La cámara bamboleándose a mi vera, columpiada por baches y curvas siniestras y cunetas de final rápido.

 

La vida en un coche cuando toca pisar cebollas. Tú, los sonidos, el volante y el tiempo fugaz. Lo demás sólo es luz. Sombras y fotones y giros de volante y cambios de marcha y depósitos vacíos.

 

Hasta que paras en algún semáforo que te hace frenar en medio de la nada, sin objeto, que te hace esperar para que esperes. Contemplas el panorama, y a tu lado se distingue un jardín o en un parquecillo de mala muerte y entonces vas y caes en la cuenta. Es Domingo Lo sabes porque los niños corretean como ardillas entre árboles o toboganes o columpios destartalados mientas sus padres los vigilan acostumbrados a su pulular caótico, sentados bajo la sombra fresca de un árbol o en un banco pintarrajeado, charlando, distendidos como muelles rotos.

 

Tras errar en uno o dos cruces, finalmente doy con el lugar. Echo el coche al arcén y detengo el vehículo. El cielo planea sobre nuestras cabezas con un azul pulcro y profundo, con una belleza que duele a la mirada. Todas las cosas terribles ocurren siempre en los días más hermosos.

 

Un agente de la guardia civil apura distraído un cigarro apoyado en su vehículo y ni tan siquiera repara en mi presencia. Me aproximo al sargento que charla con un par de tipos de la funeraria que se están enfundando un traje de protección. Una auténtica marcianada. Se preparan para entrar en la casa que hay frente a ellos. Una casa, que, a primera vista, se muestra descuidada y humilde. Con una fachada cubierta de verdín y humedad, desconchada en sus esquinas, engarzada con ventanas de madera apolillada en las que a duras penas se sostienen cristales opacados por la mugre y el paso del tiempo.

 

Tras una breve conversación, me confirman que el cadáver es el de una anciana y que se calcula que lleva muerta alrededor de un año.

 

Saco la cámara de la bolsa y mido la luz sobre el revés de mi mano. Toca hacer fotos de lo patético y darse un paseo sobre la tristeza. En la jerga, toca caminar un rato pisando cebollas.

 

Los trabajadores de la funeraria, que han dejado de parecer dos manzanillos para asemejarse más a un par de astronautas de 2001 Odisea en el Espacio, desaparecen tras la puerta de la casa portando una voluminosa camilla.

 

Chasqueo la lengua al pensar que sólo hay tres maneras de apearse de la vida. Que te maten, que te mueras o que te mates. Un año fiambre y sin que nadie lo sepa. Demonios. Morirse en diferido es algo bastante extravagante.

 

El picoleto me ofrece un cigarro y tentado, como siempre, lo rechazo con resignación. Me explica que aquello fue pura casualidad. Que alguien intentó acceder al inmueble por una ventana al pensar que estaba abandonado y se topó con la momia de Tutankamón sobre la cama. Le entró el canguis y dio parte.

 

Me describió la escena con morboso detalle y me confesó que ni es la primera vez que le pasa ni que tampoco será la última.

 

Me viene a la cabeza aquel libro de Conrad y recito sin percatarme en voz alta: “vivimos igual que soñamos, solos”.

 

Y el Guardia Civil, aturdido por el comentario, abre los ojos como platos y asiente en silencio tratando de entender lo que acaba de escuchar. Como si le hubiesen atinado con una china en el corazón y eso le hubiese hecho recordar que aún lo conserva en algún lugar de su pecho. Curioso.

 

Por fin, los cosmonautas salen de la casa empujando la camilla que ahora porta sobre ella una pírrica bolsa plástica que apenas abulta.

 

Así que pulso el botón de disparo de mi fiel Canon Eos y el traqueteo del obturador pone la banda sonora al momento en un réquiem mecánico e impersonal.

 

Maravilla.

 

Me despido con una mueca y vuelvo al coche. Compruebo las imágenes mientras los vehículos, uno tras otro, arrancan y desparecen tras la curva que pone fin a la calle.

 

La casa, vacía como un ataúd vacío, permanece inmutable ante mis ojos. Destila la cruel e insoportable tristeza de una vida irrelevante.

 

Hace un día precioso.

 

Así que me encojo de hombros, arranco el motor y acelero. Entonces imagino la fotografía a dos columnas en alguna página par del periódico. Y en cierta manera, gracias a esa imagen, la pobre mujer, después de tanto tiempo, finalmente habrá existido para alguien.

 

Aunque, como decía Bowie, fuese tan sólo por un día.

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