El ojo público | Al César lo que es del César

Los fotógrafos, al igual que los médicos, o los policías, o los bomberos contemplamos la muerte con relativa cotidianeidad. La observamos y nos resulta extrañamente ajena. El oficio nos enseña a tomar distancia con la parca, sabiendo y teniendo presente que algún día esa distancia se acortará lo suficiente para que al fin podamos conocernos
El ojo público | Al César lo que es del César
César Delgado | Pedro Puig

César Delgado no era ningún santo. Y por eso mismo era tan bueno.

 

Tampoco sabía agarrar un cámara de fotos de la manera correcta. Y eso lo hacía único.

 

Tomaba el objetivo por arriba, rodeándolo con la mano como lo haría un principiante, y desde esa postura insólita, jugaba con el zoom y el enfoque de la lente con la fascinante pericia de un veterano de mil guerras.

 

Y claro, si por casualidad algún compañero idiota le reprochaba el gesto técnico, siempre respondía con voz de embrague quemado: “¿te digo yo cómo tienes que cogerla cuando vas a mear?”

 

Y después iba y encendía un cigarro con otro. Cigarro que colgaba perenne en la comisura de sus labios, como ese secreto que nunca acaba de contarse, al tiempo que el humo del tabaco trepaba ante unas gafas que hacían malabarismos sobre el precipicio de su nariz.

 

Conocí a César hace más de dos décadas, en alguna comarcal de esas que se disipan entre granjas y pequeñas explotaciones ganaderas. Algún coche había decidido estampar su hocico contra un muro o algo parecido. Yo era un crío, estaba empezando y por algún motivo desde el minuto uno le caí en gracia. Más tarde descubriría que eso suponía un acontecimiento. César no era un tipo que hablase con todos, y menos en tono jovial.

 

Tenía un instinto innato para distinguir al cretino, para reconocer al compañero y para apreciar al amigo. Nada se movía en Betanzos y su área de influencia sin que él (y Lucía Tenreiro) lo supiesen. Ni lo evidente ni lo subterráneo. Y nunca llegué a saber los motivos por los cuales, ambos éramos capaces de trabajar en sana competencia sin que yo le alterase demasiado el pulso y el humor. Es más, siempre nos alegrábamos muchísimo de encontrarnos, y si teníamos tiempo para tomar un algo en un bar cercano después de documentar alguna terrible desgracia, o un evento festivo o la visita del algún ocioso Conselleiro, dejaba escapar alguna carcajada burlándose de que me tomase un café cortado y no un reconfortante whisky de media mañana.

 

César era. No era. César es un antihéroe de novela negra. De mirada lúcida y ojos brumosos, de hábitos inadecuados y silencios densos, que encierra peligros en sus respuestas, que crea enemigos cuando hace las cosas bien y que sostiene sobre sus hombros la soledad del que es incapaz de reconocerse sin su oficio.

 

El fotoperiodismo es César.

 

Porque es de esos que no miran el reloj hasta que no han sacado la imagen que quieren y que desean.

 

Que necesitan.

 

Que riñen con el Guardia Civil de turno que estorba, que se erige como guardián de la moral, y no sólo riñe, lo desautoriza y también lo sonsaca. Es de los que con un chasquido de su lengua hace callar al alcalde que ante sus vecinos miente o lo intenta. De los que ante un crimen atroz no les tiembla el pulso y disparan y no se plantean cosas, ni tonterías, ni dudas palurdas de gente aburrida y sensiblera.

 

Disparan porque no sabrían qué otra cosa hacer. Sin complejos. Sin remilgos.

 

Maestro y comandante. Como demostró aquel día en que, un fotógrafo de la competencia, otro inusual amigo suyo, contemplando el lamentable espectáculo de cenicero que había en su coche, algo así como un monolito de colillas apiladas, le preguntó cuándo demonios pensaba tirarlas. César prendió de nuevo otro cigarro con el anterior y respondió “cuando cambie de coche “

 

César nos abandonó un día frío de febrero. Más frío si cabe porque fue el que eligió para marcharse y dejarnos huérfanos de sus fotos y de sus santas locuras.

 

Aunque como ya os he contado, César no era ningún santo.

 

Como ningún fotógrafo de prensa que se precie lo es.

 

Supongo que eso no cuadra bien con el oficio. Que todos y cada uno de nosotros albergamos un rincón oscuro e inhóspito en nuestra alma, que nos otorga la fuerza y el valor para ser notarios, con una naturalidad pasmosa, de una realidad tantas veces enfermiza y difícil de digerir. César tenía ese don. Como otros fotógrafos de su generación y de los que tanto hemos aprendido los que venimos detrás.

 

A su hija Carmen, que trabajó a su lado en tantas ocasiones, fotoperiodista de herencia, de raza y de actitud, le di el pésame cayendo en los tópicos y lugares comunes propios de una situación tan dura. Pero supongo que al final lo arreglé con una frase que probablemente, para cualquier persona, justifique toda una vida: “Tu padre es un gran tipo”.

 

También, sin duda ninguna, un maravilloso fotógrafo. Un referente y una leyenda. Aunque no tenga ni la más remota idea de cómo ha de agarrarse una cámara.

El ojo público | Al César lo que es del César

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