Nadie se hará rico tirando fotos para un periódico. Resulta mucho más probable que salga de casa y le peguen una paliza, que se estrelle en el coche, que le explote el flash en el rostro, que se le fastidie la tarjeta de memoria con todo el trabajo de la mañana, que acabe a puñetazos con un guardia de seguridad adicto a los anabolizantes , que le llame su madre porque se le estropeó “el internet” cuando está haciendo la foto de un tipo decapitado en una autopista, que su novia le deje porque siempre está sacando fotos a todos menos a ella, o que le persiga una turba de personas con intención de lincharle (la última vez pertenecientes a determinadas etnias a las que no se puede aludir por temor a las paradójicas políticas de cancelación) por el mero hecho de intentar hacer su trabajo.
Dicho lo cual, la pregunta también parece ser obvia: ¿quién quiere ser rico si puede ser fotógrafo?
No hay lugar para el aburrimiento. Ni tan siquiera en las tareas o asuntos más triviales. Si cuadra que tienes que fotografiar una calle o una avenida ya que, de manera inesperada, salta a la palestra la fascinante noticia de que van a ampliar sus aceras, y mientras llevas a cabo la enriquecedora tarea, más temprano que tarde habrá algún simpático individuo que se molestará en bajar la ventanilla de su vehículo para gritar a pleno pulmón y a los cuatro vientos: “¡Paparazzi!”
Y claro. Es una denominación que nos apasiona, en serio, nos entusiasma. Porque nos define plenamente y a la vez nos llena de un orgullo y una satisfacción casi monárquica, a los que nos dedicamos al oficio de la fotografía de prensa. Por ello, jamás eludimos la sagrada obligación de dedicar al voluntarioso espontáneo de turno, una geométrica peineta y un caluroso saludo a su madre y al resto de sus familiares fallecidos.
Otra cuestión que nos alcanza de pleno el corazón y que llevamos con evidente agrado, es nuestra obligada vocación de servicio. Si nos ven haciendo fotos de cualquier cosa, por algún extravagante impulso incontenible, alguien siempre sentirá la necesidad de preguntarte qué está pasando.
Obviamente sin que la cuestión vaya precedida de un convencional saludo, ya que un fotógrafo de prensa, al igual que una máquina expendedora de profilácticos, no necesita ningún tipo de cortesía para dirigirse a él. Está ahí para que la gente se aproxime y le pregunte sin rubor sobre la actualidad más rabiosa, y si la cosa se presta, y de paso y ya que estamos, por qué a su sobrina le salen oscuras las fotografías cuando usa la cámara réflex japonesa.
A veces, puede darse el caso, de que alguien exija una atinada comparativa entre Canon o Nikon.
También valoramos muchísimo el ingenio de aquellos que, al ser retratados, angustiados por algún tipo de patología que les imposibilita sostener un armonioso instante de silencio mientras el fotógrafo se concentra en que no salgan en la imagen como un adefesio, recurren al chispeante chascarrillo de interrogarnos si la fotografía será publicada en una importante revista semanal de temática social. A continuación, desconozco el motivo, desembuchan inevitablemente una autocarcajada.
Pero en el día a día, lo que más nos reconforta a los fotógrafos de prensa, son los agudos comentarios en los que gran parte de la ciudadanía enarbola sus vastos conocimientos de cultura audiovisual, y como si estuviese inculcado en una especie de enfermizo subconsciente colectivo, muchos individuos, al vernos, repiten una y otra vez la siguiente frase como si de un revelador mantra se tratase: “Esa cámara tiene que hacer unas fotos cojonudas”
Y esa máquina de escribir tiene que hacer novelas inmortales, y ese avión tiene que volar de maravilla, supongo. Así que montemos en él sin piloto y disfrutemos de un plácido vuelo.
En fin. Lo sé. Somos todo amor y destilamos filantropía.
En aquella película ochentera de Joe Dante, 'Gremlins', se planteaban una serie de normas para poder socializar civilizadamente con una curiosa raza de simpáticos y peludos seres. Quebrar dichas normas conducía al caos. Pues eso. Lo mismo.
La primera. Nunca le pidas a un fotógrafo que te enseñe las fotos que acaba de hacerte. Segunda. Jamás intentes tapar con tu mano el objetivo de su cámara. Pero, ante todo, y por Dios, ni se te ocurra hacerlo, no se te pase por la cabeza solicitarle que te regale, que te envíe, que te mande las fotos a tu mail.
Supongo que en tu cotidianidad no sueles entrar en un bar aleatorio, aproximarte al dueño y darles tu dirección para que te mande por la gorra seis cervezas a tu casa.
Sabiendo estos tres parámetros, puede que mantengas una relación de cierta cordialidad con esos seres asilvestrados que son los fotógrafos. Pero, aun así, no olvides una máxima. La más importante de ellas. La regla que ocurra lo que ocurra no has de desatender bajo ninguna circunstancia.
Más allá de la medianoche, a un fotógrafo, jamás se lo presentes a tu pareja.