Llegamos siempre destartalados y locos como perros. Los sitios siempre nos aguardan pacientes, sin ansiedad. Ellos siempre han estado allí.
Es la desgracia y nosotros los que aterrizamos en ellos.
Aquel día la lluvia tintineaba sobre el asfalto desconchado de aquella curva. Una de tantas. Cientos de veces la había trazado con la indiferencia del que conduciendo mantiene su cabeza ocupada en cualquier otra cosa.
Esta vez detengo el coche en el arcén y trato de situarme. Echo una ojeada y el limpiaparabrisas, en su mecánico vaivén, me permite entrever bajo el diluvio la sombra de un vehículo echado en la cuneta.
Me pongo el chaleco y salgo del vehículo. Abril y su crueldad tan poética y fría.
Hay un agorero silencio humano asaltado por el salvaje ruido del aguacero.
El viento circula entre las ramas que parecen vivas.
Una farola, a deshoras, escupe una luz enfermiza que brilla anaranjada sobre la piel de la carretera comarcal, que, por momentos, parece inundarse sin remedio.
Camino sin prisa hacia un coche que zozobra como un barco bajo la tempestad. Sus ruedas delanteras giran sin avanzar a ninguna parte, hacia un cielo empañado y gélido, ausente de justicia. Giran tan suavemente.
Chasqueo la lengua y me digo a mi mismo que estas cosas pasan a veces. Que te llaman y uno llega antes que nadie.
Antes que la ambulancia, que la policía, antes que el mismo diablo o el juez.
Uno es a veces más rápido que la muerte.
Porque de eso va esto, al final, de ser más rápido que nadie.
Me veo como un peón inmóvil y mal defendido, en el medio y medio de la nada, empapado hasta el tuétano contemplando la escena. Borracho de irrealidad, por un instante, percibo la nostalgia propia de un adolescente, la paradójica tristeza de los aquellos recuerdos que aún no se han vivido. Frente a mí, en el medio de la carretera, un tipo tumbado en una postura imposible trata de murmurar algo, pero sólo alcanzo a escuchar la insípida lluvia repiqueteando sobre la hoja en blanco del silencio.
Aquí bajo la pesada carga de la ausencia de leyes y patrones, en el corazón mismo del azar, ambos sentimos el peso de la nada. Así que me acuclillo junto a él y mis ojos buscan los ojos de alguien más, de un hombre que no conozco y que va a morir allí.
Siento el lastre de mi Canon y su 17-35 colgando de mi cuello, balanceándose levemente sobre la vida, mientras su sangre diluida en el chaparrón empapa mis deportivas. El tipo extiende su mano hacia mí y percibo el detalle de su calor, aún presente, desprendiéndose de él en una sutil humareda inútil.
Yo tiemblo de frío. Él de miedo.
Puedo ver en sus ojos el abismo del temor al final, la oscuridad plena que encierra.
La soledad nos acompaña y se escucha el rechinar de los relojes y los corazones de ambos, vaciándose de esperanza. Hay una calma inhóspita cuando uno transita determinadas fronteras. Tomo su mano temblorosa y (avergonzado) pienso “esta sería una buena foto”.
La siento, grande y helada, curtida por años de trabajo, ahora más absurdos que nunca, y su sangre templada tiñe mi mano con pinceladas rojas. Coquetas.
“La ambulancia está de camino”, susurro, “trate de aguantar y no hable”.
Le digo eso porque lo he visto en las películas y porque no quiero saber nada de él, no quiero escuchar sus quejidos, prefiero no oír sus plegarias. Me incomoda que la muerte me hable. Por eso trato de engañarlo. Su rostro está desencajado y pálido como el hielo, el mismo hielo que le ha conducido hoy a estar donde está.
Convulsiona y yo no sé hacer más. Se muere y punto.
Este hombre necesita un médico, un curandero, un familiar, un cura o un notario.
Necesita de todo menos de un fotógrafo de provincias.
Una luz intensa, oscilante, nos envuelve de pronto. Después el chillido de una sirena rompe la magia del drama.
Me hago a un lado y permito que los enfermeros se abalancen sobre él con sus máquinas y aparatos inútiles. Sin venir a cuento recuerdo que es viernes, mi día favorito.
Retrocedo unos pasos y ya nadie repara en mí, tomo esa distancia que te otorga un mínimo de dignidad a la hora de hacer mi trabajo. Ese espacio imperceptible que te hace anónimo y a veces respetuoso.
Después encuadro y disparo. Y lo hago con la calma que me ha regalado el oficio. Con la mecánica profesionalidad del que tantas veces lo ha hecho. Disparo y el obturador lo convierte todo en algo eterno, y a la vez, lo torna miserable y cotidiano.
La Guardia Civil no se molesta ni en pedirme los datos. Los enfermeros lo mantienen vivo pensando que sus riñones podrán servir para algo. En el hospital preparan un transplante.
Todo es un ciclo. Los vasos conductores de la vida trasladan la esperanza a un lugar y la arrancan de otro. Unos bailan y otros miran el fondo de la copa en la esquina del bar.
Tantas veces. Así será siempre.
Arranco el coche con la desilusión del que vaga sin rumbo por las noches.
Después pongo la radio y todo se disipa. Marvin Gaye susurra mentiras.
Y no hay tiempo para pensar en nada más.
Me aguarda una entrevista a un concejal tránsfuga de algún pueblo despoblado, o algún bache que incomoda a los vecinos del barrio más selecto de la ciudad. Quizás se haya roto una tubería y está inundando una carnicería en el barrio de Montealto.
Meto la primera y me alejo como si hubiese cumplido con algo. Ni la más chiflada de las madres podría sentirse orgullosa de mí.
Dicen los científicos que hay en todo más espacio que materia, que los átomos están lejos unos de otros, como las personas. Que todo es vacío. Y el vacío parece ser lo único que nos pertenece. Me quedan muchas más horas de trabajo.
Si no tuviese tanto, hasta me pondría profundo.