Dicen que el diablo habita en el 1/12000.
Es la obturación en la que un fotógrafo corta el segundo en 12000 partes para quedarse, y para siempre, con tan sólo una de esas partes y condenar las miles restantes al abismo del pasado, de la nada y del olvido. Dicen también que, si uno se atreve y va un paso más allá, entonces verá las tinieblas, la noche, la oscuridad que teje las costuras del tiempo. El fotógrafo se desplaza en horarios y distancias reales, humanas, y sin embargo practica la alquimia de los tiempos subatómicos. Que resultan inabarcables a nuestros sentidos por ridículos y breves. También se manejan con espacios acotados y minúsculos, con encuadres sesgados y cercados por las fronteras de la óptica, espacios tan irrelevantes que no son más que anécdotas en la inmensidad del cosmos.
Resulta tan pretencioso y a la vez tan deliberadamente épico explicar el mundo así, de una manera tan obscena, seleccionando, separando y conservando tan sólo uno de los granos que lo conforman, que si la gente fuese coherente, inteligente y precavida tendrían que atarnos a un mástil, exorcizarnos y plantarnos fuego por peligrosos, por extraños y por herejes.
Porque eso, y ninguna otra cosa más, es ser fotógrafo. No va de cámaras grandes, ni de objetivos caros, ni de exposiciones insufribles o redes sociales plagadas de seguidores. Ser fotógrafo implica elegir y descartar. Perder para poder ganar.
Descartas miles de momentos para quedarte con uno. A medida que uno se hace mayor, descubre y sabe que siempre se pierden muchas más cosas de las que se ganan.
El tiempo huye y no retorna jamás. Y tú eliges ese tiempo y ese espacio. Posees el privilegio de hacerlo. Como el músico que elige la nota correcta en el instante adecuado para que todo encaje para siempre en la melodía exacta.
Sólo que la música de las fotos se escucha con la mirada.
Y cuando haces una foto, independientemente de matices artísticos o narrativos, que no vienen al caso, sólo hay una medición correcta. Una y no más. Como el juego de las siete y media. O te pasas o no llegas. Y lo curioso, es que para que la toma sea buena un fotógrafo manipula tan sólo tres parámetros: la velocidad, la apertura y la sensibilidad. Son tres, sólo tres. Únicamente. Y casi siempre se llevan mal unos con otros. Se necesitan para la película, pero cada uno pretende destacar siempre sobre el otro. Como tres personajes, tres actores de suma relevancia que, tratando de buscar protagonismo, irremediablemente se vuelven antagonistas. Todos cuentan la misma historia, pero cada uno lo hace a su manera. Están en guerra. Viven en guerra.
Y nuestro trabajo es que se lleven bien por un miserable instante. Ese instante marcará la diferencia entre una toma buena o una mediocre.
Entre el todo o la nada.
Porque fotografiar es ser muy consciente de tu futilidad. De lo superfluo que resultas, porque sabes de sobra que el significado de una fotografía pertenece únicamente al paso del tiempo, al transcurrir de los acontecimientos que moldean a su manera y su antojo una imagen, hasta pervertirla, contrariarla o hacerla eterna. Ya que esas imágenes que hablan de tantas cosas y asuntos, de tantos temas diversos y variados, hablarán principalmente de ti. El mundo que se reflejará en ellas es tu mundo. El que llevas ahí dentro y que a duras penas alcanza a vislumbrarse a través de los altos muros de tu piel, esa frontera de lo que eres. Aceptarlo es el paso fundamental. Por eso es tan fácil hacer una imagen y tan complicado fabricar una foto.
Y podéis tener la certeza que, en este mundo gobernado por supervillanos de película de Serie B, resulta un privilegio, un lujo y un adorable castigo que desde tu pequeño mundo puedas retratar un mundo entero.
Y claro, entonces, llegado el momento adecuado, no olvides obturar a 1/12000. Por probar.
Quizás sea cierto y el diablo habite ese lugar.
Si das con él, si lo ves y él te ve, y te mira y te clava la mirada y a continuación te guiña el ojo, pues bien. Enhorabuena.
Ya eres uno de los nuestros.