Nadie puede decir que Emilio Quesada (A Coruña, 1930) no haya aprovechado al máximo su larga y prolífica vida. Abogado, periodista, concejal, funcionario, administrador de fincas, profesor, deportista, escritor... Ha hecho de todo y casi todo con éxito pero de lo que habla con más cariño es de su trabajo como periodista. “El periodismo para mí fue una terapia magnífica –confiesa–, le estoy muy agradecido y por eso quise fundar el premio que lleva mi nombre, para exaltar sobre todo valores coruñeses”.
Emilio Quesada, A Coruña, mil novecientos...
Treinta. 26 de agosto de 1930. A las tres de la madrugada.
Y en un sitio muy especial...
Nací dentro del Banco de España. En el segundo piso, la vivienda de mi abuelo, que era el cajero. En aquellos tiempos, era normal que las mujeres dieran a luz en la casa de los padres. Mi madre fue a casa de sus padres, que era el Banco de España. Y allí nací yo.
¿Cuáles son sus primeros recuerdos de la ciudad?
Recuerdo el gentío que paseaba por el Cantón Grande y la calle Real. Y el asalto a la patronal, que estaba al lado del cine París, en la calle Real, y cómo entró la Guardia Civil dando sablazos, pero de plano, para apartar a la gente.
¿Recuerda cosas de la guerra?
Sí, sí. Recuerdo que cuando la toma de Santander me perdí. Yo era un chaval de seis años. Seguí a la gente hacia Capitanía y luego no supe volver y tuve que pedir a la gente que me llevase.
Al menos, sabía dónde vivía.
En la calle Real, encima de Calzados Segarra, al lado de Foto Blanco. Vivía en el tercero con mis padres y en el cuarto ensayaban zarzuela Mili Porta y Fernando Navarrete, dos coruñeses muy conocidos. Ensayaban ‘Molinos de viento’ y ‘La alegría de la huerta’ y de chavalito me conocía la letra y la música de ambas.
¿Y dónde fue al colegio?
A los Maristas. Bueno, no, primero a la Compañía de María. Después, en los Maristas. Salvo una época en la que mi padre, que también era cajero del Banco de España, fue destinado a Alicante. Estuvimos allí dos años.
Veo que rompió la tradición familiar de ser cajero del Banco de España...
Pues sí. Mi abuelo fue cajero, mi padre, empezó de cajero y acabó de director en Melilla, tres tíos míos también trabajaron en el Banco de España... Estaba escrito que yo acabara allí; era lo que quería mi padre, pero mi madre se negó, quería que estudiara. Me apuntaron a Derecho, hice la carrera bastante bien, en cinco años, y acabé con 21.
Y empezó a trabajar.
En el despacho con mi tío, Jiménez de Llano, que era también redactor deportivo de El Ideal Gallego. Él me dijo si me quería encargar de las crónicas de deportes minoritarios. Hacía baloncesto, hockey, frontón, tenis... Lo que no hacía el redactor jefe, lo hacía yo como colaborador.
¿Y sabía algo de esos deportes?
Sí, me gustó siempre mucho el deporte. Estuve en seis federaciones diferentes.
¿En cuáles?
Fútbol, tenis, tenis de mesa, baloncesto, hockey hierba y frontón. Y nadaba bastante bien pero no para competir. En tenis quedé campeón gallego cinco años consecutivos y también gané el campeonato del norte de España. Un año quedé campeón de La Coruña de tenis, de hockey hierba y casi, casi de tenis de mesa, me faltó poco. Ah, y en el fútbol, la Copa de La Coruña, con el Imperator. De delantero centro jugaba. En hockey hierba era portero.
Un hombre muy completo: deportista, abogado y periodista.
Hice oposiciones a la Diputación, porque era la que más me gustaba. Y tuve la suerte de sacarla. Simultaneaba la función pública, la abogacía y el periodismo. Lo dejé porque no podía compatibilizar todos estos cargos con el sueño y la vida matrimonial (risas).
Ni con la propia vida humana...
Entonces en el periodismo se acostaba uno muy tarde. El teletipo cerraba a eso de la una y había que quedarse un poco más, hasta las dos. Llegaba a casa a las dos y media y a las ocho tenía que levantarme para ir a la Diputación. Dejé el periódico pero seguí como colaborador bastantes años. Me encargaba de espectáculos, con reseñas de teatro, zarzuela... Y así seguí hasta que encontré plaza en ‘La Hoja del Lunes’.
¿En qué año fue eso?
En los años setenta. Era director Emilio Merino, que era también el presidente de la Asociación de la Prensa. Allí coincidí otra vez con mis compañeros de El Ideal Gallego: Manuel Hernández Sánchez, Guimaraens, Rodríguez Maneiro, Bugallal, Rubén San Julián... Éramos un grupo bastante bien avenido.
Eran muy distintas las redacciones a las de ahora, imagino.
En El Ideal Gallego, que estaba en Rubine, la redacción era una sala grande, con todas las mesas pegadas y aquello era un lío porque hablabas por teléfono, escribías a máquina, hablabas con el compañero... Es curioso cómo el periodista es capaz de escribir a máquina y, al mismo tiempo, escuchar una conversación diferente.
Hoy, con los ordenadores y los móviles, la cosa es muy distinta...
Entonces la base era el teletipo, que tenía información nacional, internacional, deportiva y taurina.
Es una cosa que me llama la atención de esa época. Hay muchas noticias de nacional y de internacional, pero muy pocas locales...
En cambio, hoy El Ideal Gallego está muy bien en Local, muy completo.
Eso lo voy a poner...
Sobresaliente con matrícula de honor.
¿Qué le hace sentirse orgulloso de su ciudad?
La Torre de Hércules. Es única e irrepetible. Lo de Patrimonio Mundial, se lo debemos a Molina, cuando fue ministro, que consiguió el reconocimiento.
Y dígame un defecto.
La gente que grita mucho en los bares y restaurantes.
¿Cómo ve la evolución de A Coruña en estos años?
Positiva. Aunque haya añoranzas de cosas que se perdieron, como la playa del Parrote, la ciudad ha mejorado mucho. Y la prueba es que pasamos de 60.000 habitantes en los años treinta a los cerca de 250.000 que hay ahora. Eso es que es una ciudad atractiva.
Si pudiera hacer un viaje en el tiempo, ¿a qué época iría?
Creo que ahora. Estoy bien, a pesar de mis achaques. Y de las obras, que me lo ponen difícil, pero son importantes para mejorar.
Achaques físicos, porque de cabeza no le pillo en un renuncio.
De coco estoy bien. Porque escribo libros.
¿Con cuál está ahora?
Estoy preparando ‘Memorias del Obelisco’. Recuerdo los paseos en los que la gente no cabía en la acera e invadía la calzada. Era un hervidero de gente increíble, sobre todo a las diez, a la salida del cine. Eso sí lo echo de menos. Ahora no se pasea, se pasa.
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